Duré quince años pensando si ir a un concierto de Bob Dylan. Al fin venció la ley de gravedad.
Cada vez voy a menos conciertos. Los rituales de la postmodernidad imponen su ritmo. Con Rammstein fue adrenalina pura porque con tanto fuego y sin pausa y sin chequeos eternos de sonido y la humanidad vestida de negro. Con los Rolling Stones era como ir a un congreso de jubilados a los que se les permitía un día para ir a comer cocaleca, descontando un par de nietos alegres, como si entraran a un Disneyland de la tercera edad. Con Jan Garabarek, mejor no olvidar los inciensos la próxima vez.
Como no había manera de acabar con la cervezas previas, oh sí, ese ritual de botarse uno antes de que el músico de turno te bote, llegué dos canciones tardes al concierto de Dylan, en el Max-Schmeling-Halle. Por suerte.
Fue rara la sensación de pasar esos controles, como si se tratase de algún gurú convertido en Primer Ministro. O quién sabe.
Fue más rarísima esa sensación de no tener la ropa adecuada, de llegar solo y apañarte un lugar cerca de la tarima. Para ver a Dylan hay que tener unos jeans super desgastados, caminar como quien no quiere las cosas y no darle bola a nada ni a nadie. Hay que ser como Bob.
Esta vez mis avances hacia las tarima sólo se vieron complicados por paquete de gente transmitiendo en vivo el concierto o tomando la foto del siglo o hablando en grupo de lo loco que era estar en el concierto de Dylan mientras Bob estaba a nuestras espaldas y si te recuerdas que Woodstock y que aquél concierto en el Liceo y que patitín patatán donde va Miguel y Bob cada vez más aflautado, acabando su canción, tomando agua, mirando la lista de canciones, cantando una nueva canción, tomando agua, revisando la lista, y yo metiéndome en una neurona de Dylan, pensando si él realmente existía, como John Malkovich dentro de un John Malkovich, Lay Lady Lay al fondo, greatest hits a granel, no mucha gente cantando en coro porque a Dylan no se le corea, eso con el Bob no es cool, al Bob se le deja en su tarima que cante, que tome agua, que vaya como el Hombre Nuclear de la guitarra al órgano, y que ni se le ocurra sonreír, porque no habrá motivos para alegrarse de nada, porque el never ending tour es un concierto cada tres días y las mismas canciones y los mismos tipos de plástico de la Cruz Roja esperando a que alguien reviente.
Ver a Bob Dylan es una excusa para llamar a los amigos y contar que las velas del bizcocho no se han deshecho completamente. Guardas en algún sitio el boleto de entrada porque tal vez ese era el objetico con Bob, el haberlo visto aunque no importara tanto el haberlo oído, el haber recordado a los amigos con quienes uno quisiera compartir y mejor que no hayan venido, mejor seguir de bala y largarse lo más rápido de este concierto, y si, Bob, que celebres tu cumpleaños.