Escucharles es un placer. Sus palabras, como si estuvieran llenas de magia, convierten la nada en un espacio idílico, en un mundo que, ¿será paralelo?, sólo cobra vida en sus discursos.
Ellos, los funcionarios del patio, hablan de transparencia con frecuencia. Incluso tuvieron la osadía de solicitar un préstamo de US$60 millones con el Banco Mundial para reforzar la gestión y la transparencia de las finanzas públicas.
En teoría todas las instituciones públicas tienen un apartado de transparencia en sus portales, además, como si con eso cumplieran con el sagrado deber de informar a la población. ¿Qué aparece ahí? Regularmente, nada importante.
El deseo de ejercer transparencia es tal que desmantelaron el único programa real de transparencia que se ha ejecutado en una institución pública: el que se desarrolló en el Ministerio de Educación en la gestión de doña Milagros Ortiz Bosch.
Aunque los ministros que le sucedieron aseguraron que el programa volvería a funcionar, aún lo seguimos esperando. ¿Por qué? Porque gracias a él los periodistas podíamos ver las cuentas del ministerio, los pagos que hacía, la nómina… no había secretos. El programa era tan completo que el viceministro administrativo de entonces, Julio Cordero, se trasladó a los medios para instalarlo y explicarnos cómo se utilizaba. La intención era clara: como no tenían nada que esconder, nos abrieron las puertas a toda su información.
¿Algún ministerio haría eso hoy? Ojalá porque entonces sí podríamos hablar de transparencia real. Mientras tanto sólo será una fábula, una linda utopía.