El nombre de Pedro Peix es probablemente uno de los ingenios más impactantes de las generaciones literarias, después del ajusticiamiento del tirano Trujillo en 1961. No se había presentado todavía en la literatura dominicana de aquel interregno, una figura joven que asumiera simultáneamente la calidad literaria, el buen escribir, el uso contrastante de la palabra, la irrupción de nuevas formas y técnicas escriturales, y sobre todo la pasión por el oficio. A esos rasgos distintivos se le unía una práctica impresionante de lecturas, estuvo al día en todas las obras de la gran literatura contemporánea. Conocía al dedillo todas las innovaciones del lenguaje. Desde el “Ulises” de James Joyce, hasta, “Luz de agosto” y “Mientras agonizo”, de William Faulkner. Exploraba y procuraba el contenido estructural del lenguaje, en el cual llegó a usar como recurso visual yuxtaposiciones gráficas, ordeñó la palabra y de ella extrajo múltiples significados, era un pequeño dios de opereta que rechazaba críticamente el entorno, en un vuelo confesionario de libertad, que lo mantuvo fuera de los acuciantes compromisos políticos y sociales de la época. Era un presumido encantador, construyó una imagen y no cedió un ápice en su figura ni personalidad.
Cuidaba su presencia beligerante como un soldado aguerrido. En gran medida recreaba los molinos de vientos del Quijote, para embestir diariamente contra un medio social, con el cual nunca concilió y cuyos juicios eran implacables. Desmontaba en sus artículos de opinión todo el entramado figurativo de la hipocresía de las clases sociales dominicanas. Era un rebelde, no un revolucionario, quizás la definición troncal de Pedro Peix la ofreció Albert Camus en su trascendente obra “El hombre rebelde”. El rebelde es más libre que un revolucionario, nada lo ata y nadie lo defrauda, porque cimenta su ideal en una búsqueda infinita, en un desgarramiento existencial que lo redime y lo libera de las miserias espirituales del pasado, del presente y del porvenir. Ejerció una vida pública sin concesiones al Estado corruptor. Escribió diariamente exponiendo sus juicios y cuando pretendieron limitarlo en su libertad más plena, se convirtió en buhonero de sus escritos fulminantes, fotocopiaba y él mismo distribuía sus artículos. En las cafeterías y en las librerías, los contertulios lo esperaban ansiosos, para conocer, qué pensaba Pedro Peix de los temas en el tapete. Era un caminante por lo general solitario, su sello distintivo eran el pecho erguido y su rostro desafiante, marchaba siempre por caminos adoquinados, cruzaba por las ruinas coloniales, visitaba las cafeterías, era un habitué de las librerías que quedaban, entablaba diálogo con algún novel escritor, hacía sugerencias, y no cedía el papel que había escogido, esa, su representación teatral más auténtica, la de ser lo que quería ser, en el imaginario onírico del lenguaje.
Uno no puede abordar al escritor Pedro Peix sin integrar sus energías, su carácter, su espíritu, a la misma literatura que escribió, eran engranajes de un mismo sistema humano; él era un personaje de sus propias glosas, él entraba en los cuentos y en las novelas, y uno podía identificarlo como eje transversal de su narrativa, por algún recodo asomaba su rica vida interior. Privilegiaba el mundo que construyó con sus palabras, sobre el mundo impugnado que le tocó vivir. Si aceptamos el verso del poeta chileno, Vicente Huidobro, de que el poeta es un pequeño dios, entonces todos sus escritos formulan desde muchas de las perspectivas críticas, ácidas y repulsivas de sus escenarios, la intervención del hacedor, del creador omnisciente, que diseña y aniquila sus propias criaturas, para vitalizar la libertad absoluta.
Pedro Peix ganó casi todos los concursos importantes auspiciados por instituciones culturales del país, pocos escritores dominicanos tienen la valoración crítica en los géneros del cuento y la novela, como lo posee Peix. Era un intelectual completo, buen y diestro polemista. Creaba mundos imaginarios en los cuales refundaba la realidad. Su escritura es una de las más serias apuestas a nivel literario de transformación de la escritura. He conocido pocos escritores dominicanos que tengan la pasión, el estudio y la calidad como escritores que tenía Pedro Peix, era su vocación, su devoción, la espada de luz que atravesaba su vida. Su irreverencia ante los gravámenes convencionales, lo remitían a la mejor tradición de los llamados “poetas malditos” franceses de finales del siglo 19. Genios incomprendidos fueron grandes aedas, como Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Charles Baudelaire, Lautréamont, François Villon.
Parecía un galán de cine, pero era un guerrero del verbo y de la más exquisita narrativa. Pedro escribió, “La narrativa yugulada”, el más completo inventario de la cuentística nacional, con una ficha y reseña crítica de primera calidad. Su cuento “El fantasma de la calle El Conde”, es evidentemente autobiográfico. La novia de aquel personaje, Generoso Balmoral, contrabandista de rocíos en tierras de ultramar, es la ciudad, la ciudad que tanto amó y odió, Pedro Peix, el asfalto ruinoso por donde cabalgó su figura, elegantemente vestido, con garbo bajo el sol calcinante, y todas las miradas sorprendidas a su paso enhiesto. ¡Cuánto lo disfrutaba!
Pedro Peix era de oficio y de vida escritor, pero mucha gente no sabe que escribió “El Paraíso de la Memoria”, un texto poético de elevada inspiración creadora y riguroso accionar de estilo, donde las metáforas guiaban la expresión poética con una fuerza que establecía valor literario y sobre todo, ponía al descubierto el poeta que era y su reciedumbre cultural. “Pormenores de una servidumbre” es un relato formidable de la dictadura trujillista, en el horror, las duplicidades, en la vesania. Con un estilo innovador, de planos expresivos diferentes, esta narración tiene la dimensión, tanto en lo artístico, forma y contenido, de una pieza memorable. Puede ser en términos históricos, el legajo probatorio de la atmósfera del terror del trujillato, con la intensidad requerida ante el tribunal de la historia, escrito por un esteta, por un Príncipe de la palabra.
Pedro Peix hurgaba en la historia para reprobarla, para hundir el escalpelo de su imaginación en su podredumbre moral, pero no la asumía como mandato. Su crítica más bravía era sobre el fracaso del proyecto humano, tesis que discutíamos con frecuencia. Su horror ante la tragedia lo incorporaba a sus textos. La búsqueda de lo erótico era constante, Eros era una llama del más alto placer de los ayuntamientos carnales, y por otro su rechazo a los moldes condicionantes, a la dualidad, el tartufismo ético de los farsantes.
Frente a la inevitable muerte, la trascendencia es la obra, los textos, el valor riguroso de sus escritos. Con los años Pedro Peix será convertido en una leyenda. Pocos escritores dominicanos reúnen las condiciones telúricas y de atributos, para ser recordados como lo será él. Porque edificó su vida cuidadosamente, hizo del barro y la arcilla, un material provisional sobre el cual perpetuó su imagen, presentó credenciales de escritor, vivió indignado, tomó café, contertulió, para volver alguna vez a la calle El Conde, subir por los peldaños, tocar las murallas levantiscas del arrabal, y dejarse ver, como un fantasma querido, sonajero que desanda el misterio, inolvidable y perdurable en la ciudad pequeña, que más que a nadie, a él le pertenece.