A 170 años del aniversario de la batalla del 30 de marzo, todavía perdura en la historia el extraordinario suceso, que según las crónicas del hecho no hubo bajas dominicanas, mientras las tropas haitianas invasoras del general Pierrot sufrieron más de 500 muertos, más de 700 por algunos historiadores.
Todavía se analiza ese hecho, e incluso algunos de los cronistas haitianos se hacen eco del suceso y lo reseñan en sus libros, de manera que José María Imbert se luce como un gran estratega para llevar a cabo una hazaña insólita en los anales de las batallas, y único en el mundo, dando lugar a que tal ocurrencia se cubra de dudas para aceptarlo como una verdad.
Las narraciones de esa tarde del 30 de marzo en Santiago, con las tres baterías de viejos cañones emplazados por los dominicanos en fortines llamados Dios, Patria y Libertad, vomitaban metralla hacia el campo enemigo, diezmando las tropas, cuyos cadáveres quedaban abandonados en el campo cuando, al cabo de unas cuatro horas de combate, se efectuó alto al fuego con un parlamento de lo más curioso, donde el general Imbert le imponía a Pierrot un armisticio que no le correspondía, y Pierrot aceptó después de las seguridades que se le dieron para marcharse hacia Haití. Los informes recibidos desde Puerto Príncipe hablaban de la inestabilidad política en ebullición, buscando el derrocamiento de Herard, que había sido derrotado en la batalla de Azua del 19 de marzo.
En el caso de la batalla del 19 de marzo se habla de pocos muertos dominicanos, tan solo tres fatalidades, dejando en la mente varias dudas acerca de los cronistas militares de aquella ocasión, o hablan de una supuesta intervención divina, protectora de las vidas de los combatientes dominicanos.
Pero el caso de la batalla de Santiago se presenta como una ocurrencia de leyenda, obligando a los historiadores actuales soslayar esa información sin ofrecer detalles sobre la inexistencia de bajas dominicanas, que tan desfavorable fue para las tropas haitianas con cientos de muertos, esparcidos a la entrada oeste de la ciudad, sin ser recogidos por la rapidez con la cual Pierrot decidió acogerse al armisticio y marcharse rápidamente para su país, siendo acosado en su retirada por las guerrillas dominicanas en Talanquera y Angostura.
Los impulsos haitianos de recuperar la parte este se aplacaron un poco, ante los problemas políticos que ocurrían en Puerto Príncipe, que ya para 1845 estaba Pierrot al mando de la situación, y de inmediato organizó una nueva oleada de invasiones al territorio dominicano, y como era su costumbre, por el norte y por el sur. Una vez más fueron derrotados en Estrelleta y en Beller, lo cual los hizo desistir de nuevas aventuras para recuperar el territorio oriental, y tan codiciado por ellos, que en su Constitución se establece la condición de la isla una e indivisible.
Los afanes haitianos de recuperar la parte oriental se aplacaron hasta 1849 cuando Faustino Soulouque organizó, por encima del descontento de los haitianos en contra de las invasiones al este, una nueva expedición que fue derrotada a orillas del río Ocoa, el 21 de abril en el sitio de Las Carreras, hundiendo y descartando por un tiempo los afanes de los generales haitianos de invadir cada vez que la situación política de su país creían les era favorable, pero no contaban con la firme resolución de las mal organizadas tropas dominicanas de preservar su libertad o morir en el intento.
La batalla del 30 de marzo precipitó los desacuerdos políticos que crecían entre los principales ideólogos de la separación, entre ellos Juan Pablo Duarte que se vio enredado en las redes de una bellaquería de zorros de la política como Santana, Bobadilla y Manuel Jiménez, que ya para septiembre de 1844 había sido desterrado del país para siempre.