El mar es un líquido sarcófago donde millones de emigrantes perecen ahogados, o en las fauces de los tiburones, engañados por el centelleante resplandor de la luz en el oleaje.
El arte de la guerra. Solo la nostalgia endulza el tiempo, hasta que una tarde el dueño de la tabaquería en que se ha convertido tu casa de infancia te permite regresar; y el gran sillón con el abuelo rodeado de sus sonrientes hijos; su tranquila sonrisa; y su verde mirada está en los ojos que cierras, no en una sala, donde las paredes ya no son huecas, se han escapado los duendes y dentro de los muros otrora de barro ya no hay tesoros ni botijas, solo los rieles del tren que atravesaba la ciudad y hoy sirven de vigas de sustento a las paredes de la memoria.
Te empeñas, husmeas los espacios, blanca solidez sin lugar para recuerdos, hasta que subes a la terraza y allá esta él, único ente donde todo permanece en su inmutable azul.
Es una batalla que no debí haber intentado, esta de pretender que todo sigue ahí, e igual, a pesar de mis canas y de mis pies cansados, y de que todos los días alguien se nos va, se nos ha ido, en este duro año 2021 en que la naturaleza nos recordó que no somos inmortales.
Indetenible, tenaz en su enfrentamiento con lo sólido, el mar guarda en sus entrañas las historias de múltiples naufragios.
No es solo el cementerio de imaginarias ciudades; cascos y armaduras de hierro; arcabuces; sangrientas espadas de piratas y corsarios; uniformes de tantos aldeanos devenidos en marineros tras la búsqueda del Dorado; sino el de los indígenas hundidos en sus canoas tratando de cruzar el mar de las Antillas, para alertar sobre demonios blancos montados en bestias de cuatro patas. Dioses anunciados en apocalípticas visiones provocadas por el tabaco y el alcohol artesanal.
Cadáveres de preñadas mujeres indígenas y esclavas africanas, determinadas a no parir niños esclavos, que se suicidaban en masa; cuerpos de todos los tiempos, de muchachas enamoradas del amor y devastadas por el engaño, cuyas notas mortuorias piden perdón por la más valiente de las decisiones.
El mar es un líquido sarcófago donde millones de emigrantes perecen ahogados, o en las fauces de los tiburones, engañados por el centelleante resplandor de la luz en el oleaje. Liquidas monedas de plata al aparente alcance de sus ilusiones.
Dicen los soneros del Caribe que “en el mar la vida es más sabrosa”, como si el mar no fuese una bestia vigilante a la caza de incautos enamorados; de frustrados idealistas; de esperanzados viajeros; de desesperados emigrantes.
Durante las guerras el mar se cubre de uniformes. Verde olivo sargazo que las corrientes arrastran hacia las playas y, en sus arenas, se acumulan con su peste a pescado podrido, como lápidas de ideologías en combate.
Nadando entre los esqueletos de naos, carabelas, paquebotes, lanchas cañoneras, fragatas, corbetas, bergantines, galeones, barcos; hélices y timones; cascos de hierro; oxidados mástiles; puentes; palos trinquete y mayor; rifles, ametralladoras; cañones, bombas, botas; utensilios de cocina; colchonetas; sandalias; botellas; lámparas de gas; las criaturas marinas observan con ojos de cuarzo los estragos de la soberbia entre las razas; los residuos del desamor y la desesperanza.
En el trasfondo de estas contiendas, donde el cuerpo es lo firme y es la víctima, los dioses taínos y yorubas permanecen al margen. Para ellos el paso del tiempo es solo una creación de la soberbia humana. Ulises o Bandeiras; Cristóbal y Diego Colón; Américo Vespucio; Hernando de Magallanes; Alonso de Ojeda o Juan Ponce de León, los mismos que se siguen embarcando una y otra vez, porque la naturaleza humana no cambia.
Tropas en guerra, o retirada, especímenes de homosapiens que nunca entendieron la sabiduría del mar; su continuo e indestructible vaivén, donde toda la vida está sujeta a su líquida determinación; a la vastedad de su sólida y siempre azul permanencia.
Sólo el triste canto de sirenas y sirenos testimonia esta certeza, esta guerra que el mar siempre gana.
Sólo Caronte, aguardándonos en su bote, parece repetirnos una y otra vez al cruzar el Leteo: “Hay guerras que no se intentan, que no se ganan”.
Truenos y centellas, chubascos, eclipses lunares, espléndidos atardeceres, vientos desatados, lunas llenas, cuarto o medio menguantes, siempre el lucero Venus, parecen recordarnos cada fin de año el retorno del equilibrio, el inescapable paso del tiempo, tiempo donde viento y marea se conjugan para limpiar la humanidad de sus permanentes agresiones.
Destruyendo y replantando las áridas superficies de nuestra vital inconsecuencia.
Hordas de ángeles de la muerte transitan nuestras calles, tocan los rostros y hombros de muchachos envalentonados por la droga que inundan la Zona Colonial. Sus alaridos sacuden la madrugada. Gritan proclamando una juventud que creen invencible.
Ráfagas huracanadas intentan poner fin a la inconsecuencia, a la basura, al océano de lilas que con engañosa belleza le roba el oxígeno al agua; siguen arribando en oleaje las sandalias y calipsos que Toni Capellán amorosamente recogía del océano; los pequeños calzoncillos blancos de la niñez que se prostituye en Boca Chica, Miches, Puerto Plata, el estercolero de Sosúa.
Desde el fondo del mar las criaturas marinas observan la encrespada furia que ha de restaurar el predominio de la naturaleza y su armonía sobre las ruinas de la ignorancia.
Me armo con mis remos. Estoy lista hace tiempo para aletear sobre el Leteo. Solo mi inconsolable corazón no permanece indemne, a sabiendas de la pérdida de mi infancia, del Conde que ya fue y no será nunca, del Cine Capitolio donde cada Semana Santa veíamos una y otra vez la misma película y nos horrorizábamos de que Jesucristo se volviera a dejar crucificar; las procesiones de Semana Santa, con el llanto perenne de la Dolorosa; las cadenas de la estatua de Colón donde curiosamente nos balanceábamos; los limpiabotas vestidos de fuerte azul sentados en hilera en la acera de la Arzobispo Meriño; los dulces “borrachos” al lado del cine, a los cuales teníamos derecho si nos portábamos “bien”; el sonido de los pasos en la escalera de madera, hoy de mármol, donde corríamos hacia la escuela; el pequeño mercado detrás de las ruinas de San Francisco, donde era mi placer elegir los tomates y mangos; los desfiles de Reyes.
¿Dónde están todos, donde están todas, adonde se ha ido esta memoria?, ¿dónde Salomé por cuya escuela cruzo imaginando su fragilísimo andar; dónde Federico Henríquez en el parquecito leyendo el testamento de Martí; dónde Amelia Francasci, Abigaíl, Ercilia; las Pellerano; los padres de la Patria cuyo nombre apenas aparecen en pequeñas placas de casas que nadie identifica?
Estoy y no estoy estando.
Sé como este azul, repite Caronte. Siempre mañanero. indestructible, indiferente a tus cuitas, seguro en su inmortalidad.
Hay batallas que no se deben ganar, porque al final ninguna batalla se gana, excepto cruzar y aletear, cotidianamente, sobre el Leteo, sabiéndote un ave de paso. O una que llegó para quedarse, y aun no lo sabe.
«Hay batallas que no se deben ganar, al final ninguna batalla se gana, excepto cruzar y aletear, cotidianamente, sobre el Leteo, sabiéndote un ave de paso«.
«Un sabio guerrero que conocía el sabor de su lengua desprendió algunos hilos sonoros para decir que la altura del aire empolvado define la posición del enemigo: y que también se debe no luchar para vencer…
Entonces luego de cada combate Preguntamos y aquel sabio guerrero Nunca contesta».
-Saul Irigoyen, Montevideo, Uruguay, 1930.