A mi entrañable amigo Condesito, a su memoria

A mi entrañable amigo Condesito, a su memoria

José Ramírez Conde (Condesito) junto a su amigo y autor de este artículo, Arnulfo Soto Gonzalvo, en 1970.

José Ramírez Conde es un hombre artista de paciente y fría mente. De una austera condición de ser social que identifica su actitud algo tímida frente a la vida

Paradójicamente, de su fría y paciente mente se escapan destellos de ardiente luz creadora, avanzados pensamientos del comportamiento humano, firmes ideas de vanguardia espiritual, la verdad franca y valiente que moldea su singular forma de vivir.

Conde pretende ser coherente, y lo consigue con el hombre político y el hombre artista.

Su obra conceptual, atrevida, sin ropajes, nos dice cosas sabidas pero olvidadas. Los bien diseñados cuadros de nuestro artista, organizados a base de recias estructuras aliadas de un alto conocimiento en el quehacer y moldeadas con el rigor de un taller de maestros.

Ese diseño estructural que Conde aplica a una gran parte de su obra, está sostenido por un andamiaje que basta por sí solo en recibir la pesada carga de los volúmenes, del parco color, de la precisa y conformada línea de su bien dibujar y del claro y sincero lenguaje del tema.

En la conciencia artística y creadora de Conde no existen las noches de luna llena, ni el nervioso coloquio de las estrellas; solo existe el tiempo y el espacio. Esos sueños no lo inquietan. Sus sueños son predio encendido de lumbre sana y tibia, de verdades duras y amargas que agitan su corazón acongojado; son soñadas utopías aguijonándole sus triste ser, acodado en la esperanza.

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Conde, con su arte y su actitud, todo lo quiere cambiar. Su arte narra y denuncia al hombre militante en su crueldad. Su pintura es un indignado mensaje de inconformidad, de desafíos de delación.
Nuestro pintor ruborizado, enamorado del amor de su febril morada donde arribaban sus sueños, dejó escapar tiernas amantes prisioneras de su más entrañable cariño.

Hermosas y bronceadas, eran sus enamoradas, embriagadas de frenesí, tersa piel, con la ternura de la ingenuidad asomada a su cara de ensueños, pintadas con el más extraño color, la silueta de sus rostros moldeadas con el amor y su intención eran eso; girones de dorado esplendor.

Su textura tersa, glaseada superficie de mejillas y labios, pigmentadas con el suave rubor de ocres y pálidos amarillos, interrumpidas por ligeras manchas de pardos que decían de ojeras, descanso y regazo para sus grandes ojos. Así rumoraba en su íntima convicción, la fiesta enamorada de José Ramírez Conde.
Conde, pintor con diferentes vertientes para expresarse, formas y variantes para decir lo bello del amor y lo trágico de la vida. Todo esto fraguado y forjado en la más heroica expresión de su aguerrido y tortuoso arte y además en su tranquilo rincón, tibio y tierno, donde peinan sus glamorosos rizos, sus eternas amantes.

Ramírez Conde, culto y estudioso de la historia y la literatura, matemático, musicólogo y, por ende, conocedor a la saciedad de los siglos que han pasado con el arte, con la pintura.

El arte de vanguardia siempre estuvo junto a Conde en su controvertido destino.

Tres grandes genios que gravitaron con rectoría con la que fue “La escuela de París”, conglomerado donde saciaron sus ansias pintores, escultores y músicos: Picasso, Braque y Juan Gris, fueron referentes de profundo estudio y admiración. Y estos, junto a otros grandes creadores de un arte que empezaba a decir, a mostrarnos cosas nuevas y desconocidas, también cayeron bajo la sombra estética y formal del señor de la pintura moderna, del creador de toda la filosofía, de toda estética, fue regio para la formación de esta nueva aventura: El gran arte, el gran aporte de Paul Cézzane, Vladiminck, Derain, Utrillo, Soutine, Delaunay, Bonnard, Redon y otros tantos, no escaparon de la sombra de tan influyente artista.

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Vientos que soplaban el grandioso escenario que fue la Revolución Cultural de la Ciudad Luz. Guardando el tiempo y la distancia, también en él, sucumbió lleno de ilusiones, al embrujo del arte que ha sido meta y destino para muchas generaciones de artistas a la vanguardia.

Ramírez Conde fue un artista polifacético; incursionó y estudió en muchas facetas de la pintura; yo diría que en casi todas, ¿quién sabe?, todas. En lo que se refiere a la pintura de estudio: la de caballete, donde realizó magníficas obras en técnica al óleo, al grabado, la encáustica, la acuarela a los mina o gráfico, y de su maestro Jaime Colson recibió todos los conocimientos del mural al fresco; enseñanzas que le valieron para realizar por lo menos cuatro grandes murales con la técnica de grano fino.

Obras de gran valor realizó en San Francisco de Macorís, Parque Mirador del Sur, en Santo Domingo, Moca y el Palacio de Bellas Artes. Murales únicos, pues ningún otro artista dominicano ha incursionado en la proletaria afición de pintar muros al fresco.

Ramírez Conde violentó formas, trastocó figuras, paisajes y bodegones. Trató con depurada técnica, el resolver el tema, cuadriculando sus volúmenes, superponiendo varios planos en el mismo espacio, como si delatara el interior de los objetos vistos desde vertical mirada, fragmentos geométricos, asimétricos transformando los volúmenes de tradicionales formas en dinámicas anti formas, ocultando el real origen de su modelo.

El ambiente hostil en que pernocta la pobreza con el hombre común, fue un referente que delató y denunció Conde en sus famélicas y abandonadas pedigüeñas, en los grupos familiares donde habitaba la miseria y reinaba la más abyecta condición humana, la triste mendicidad de niños olvidados sin infancia y sin amor.

Además, Ramírez Conde enarbolando su condición de rebelde y auténtico revolucionario, pintó carteles, cruza calles, cuadros de gran formato, donde señalaba valientemente con su arte acusador, las tradicionales y agresivas barbaries de los poderosos imperios contra los pueblos pobres del mundo: masacres, latrocinios, agresiones y despojos; poderosas armas de la guerra sucia, fueron estampadas en formas y colores que vociferaban su crueldad y desprecio por el hombre.

También, de vez en cuando, asomaban a su mundo, recreado por el sosiego que nos ofrenda la más bella expresión del espíritu, aquellas doncellas neoclásicas, como si el hombre artista se hubiese congelado en el tiempo; tiempo que nos brinda el apacible descanso de la paz interior. Bellas, hermosas e intrigantes pinceladas con el sutil afán de recrear el rincón de los afectos.

Ramírez Conde; justo, sutil, a veces incomprendido, el artista de variadas facetas, pero con un solo norte: la felicidad del hombre.

Y así, en una tarde gris, lluviosa de cálida brisa, presagio de la tormenta, como Vallejo, su entrañable poeta, desapareció, se fue sin despedirse, sin un adiós, sencillamente. Así era José Ramírez Conde, así era el Condesito.