A RETAMAR TRIBUTO DE UNA CALIBAN/A

A RETAMAR TRIBUTO DE UNA CALIBAN/A

En 1974, fruto de las luchas boricuas y negras por una cuota de participación en el sistema educativo universitario de Norteamérica, pude ingresar, junto con otros siete dominicanos, a la Universidad Brooklyn College, considerada élite entre centros de altos estudios de Nueva York.

Muy pronto entendí lo que los hermanos y hermanas negros denominaban como invisibilidad (Ralph Ellison: The Invisible Man), pues no importaba cuanto estudiáramos sencillamente no existíamos para un profesorado no acostumbrado a que pudiéramos pensar.

Aún espacialmente estábamos confinados al sótano del Centro para Estudiantes, un edificio de ocho pisos desde donde, con cadenas y bates, nos expulsó la Liga de Defensa Judía.
Eran los gloriosos tiempos de los Young Lords en el Barrio y del Movimiento de los Panteras Negras. Ángela Davis estaba en la cárcel por proclamar que “Black is Beautiful” y ondear un afro que fue bandera de lucha de las negras, latinas y caribeñas en esos años.

Para físicamente protegernos, la solución inmediata fue formar una Coalición de Gentes del Tercer Mundo, pero la protección más importante tenía que ser ideológica y es ahí donde un profesor de Historia nos hizo leer a Calibán, de Roberto Fernández Retamar.


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Una reflexión sobre la identidad latinoamericana donde este planteaba la existencia de una cultura latinoamericana, con características propias, y dentro de esa cultura dos tradiciones: una que reniega de su propia identidad, y otra que la reivindica.

De momento nos entendimos todos y todas como hijos e hijas de Calibán, y en el idioma que nos estaba inculcando el Próspero norteamericano comenzamos a descifrar los orígenes de nuestra colonización mental.

De Fernández Retamar también aprendimos que existe otra tradición, la del Arielismo de Rodó, símbolo del intelectual latinoamericano, y que teníamos que optar entre ser como Próspero o Calibán.

Hijos e hijas de la barbarie, como nos definiera Sarmiento, la “civilización norteamericana y europea” nos estaba vedada, por más que una pléyade de intelectuales latinoamericanos, denunciados por Retamar en su épico ensayo, trataran de limar nuestras “rudezas calibanescas”.
Calibán fue preludio a José Martí y su “Nuestra América”; y a Juan Bosch y su “De Cristóbal Colón a Fidel Castro”, y el arma con la que pudimos combatir no solo nuestra negación como gente, sino la pretendida “a-historización” y desclasamiento a que quería someternos la universidad.

Por eso, en 1992 cuando, invitada como jurado de los Premios Literarios Casa, por fin pude conocer a su presidente, poeta y ensayista Roberto Fernández Retamar, sólo pude tartamudear ¡Gracias!, mientras él, ¿sorprendido?, esperaba alguna explicación sobre mis lágrimas.
Lágrimas que eran tributo a las ideas que me habían encauzado cuando más lo necesitaba y al intelectual completo que tenía enfrente:

Roberto, era Premio Nacional de poesía ya en 1951; Latinoamericano de Poesía Rubén Darío; Internacional de Poesía Pérez Bonalde, de Venezuela; Medalla Oficial de las Artes y Letras de Francia; Internacional Fernando Ortiz; Latinoamericano y Caribeño de Ciencias Sociales (CLACSO); Internacional UNESCO José Martí, y miembro de la Real Academia de la Lengua, entre otros.

Y, Doctor en Filosofía y Letras de la Universidad de La Habana; Dr. en Ciencias Filológicas de Paris; Profesor Emérito Universidad de La Habana; Profesor Universidad de Yale; Prof. Universidad San Marcos, Lima; Honoris Universidad de Buenos Aires.


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Reconocido mundialmente, junto con Ernesto Cardenal, como creador de la llamada “poesía coloquial o conversacional”, Roberto la explica tan sencillamente como sus poemas:
“Quizás en el futuro, si algún ocioso quiere ocuparse de mis versos, descubrirá que voluntariamente influido por la poesía inglesa, y especialmente por Eliot, y queriendo salir de un ambiente poético enrarecido, di en buscar una poesía que se acercara a la conversación en su idioma, a lo inmediato en sus asuntos. …Lo que uno quisiera es que la poesía, en fin, sea leída como uno leyó la poesía porque era la vida misma, incandescente”.

Y, como promotor de una crítica literaria cónsona con nuestra región y herencia cultural:
“A lo largo de nuestra difícil historia, no nos han faltado contribuciones valiosas a esa tarea colectiva que tenemos por delante que es la de precisar los verdaderos aspectos teóricos de nuestra literatura. Desde la polémica Bello-Sarmiento hasta la tarea fundadora de Martí, y desde los estudios indispensables de Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes hasta nuestros días, tales aportes constituyen un corpus que en gran medida espera aún su apreciación, articulación y utilización adecuadas.

Un capítulo decisivo de esa mediación fue iniciado por José Carlos Mariátegui…quien, como paso indispensable para elaborar nuestra propia teoría literaria, insistía en rechazar la imposición inadecuada de criterios nacidos de otras literaturas, algo que no puede ser visto, en forma alguna, como resultado de una voluntad de aislacionismo…Necesitamos pensar nuestra concreta realidad, señalar sus rasgos específicos, porque solo procediendo de esa manera, a lo largo y ancho del planeta, conoceremos lo que tenemos en común, detectaremos los vínculos reales y podremos arribar un día a lo que será de veras la teoría general de nuestra literatura”.

Convencido de que la práctica es el criterio de la verdad, Roberto permaneció incólume en su defensa de los valores culturales de la Revolución Cubana, hasta su muerte.
Considerándose un hombre en transición, a esos hombres (y mujeres) dedicó uno de sus mejores poemas: “Usted tenía razón, Tallet: Somos hombres en transición”, que nos lega casi como testamento:

“Entre blancos a quienes, cuando son casi polares, se les ve circular la sangre por los ojos, debajo del pelo pajizo, y los negros nocturnos, azules a veces, escogidos y purificados a través de pruebas horribles, de modo que solo los mejores sobrevivieran y son por eso la única raza realmente superior del planeta;

Entre los que tuvieron que esperar sudándoles las manos, por un trabajo, por cualquier trabajo, y los que pueden escoger y rechazar trabajos sin humillarse, sin mentir, sin callar…
Entre una clase a la que no pertenecimos, porque no podíamos ir a sus colegios ni llegamos a creer en sus dioses, ni mandamos en sus oficinas ni vivimos en sus casas, ni bailamos en sus salones ni nos bañamos en sus playas, ni hicimos juntos el amor, ni nos saludamos.

Y otra clase a la cual pedimos un lugar, pero no tenemos sus memorias ni…las mismas humillaciones y que señala con sus manos encallecidas, hinchadas, para siempre deformes, a estas manos que alisó el papel o trasteó los números;

…Entre el insomnio masticado por el reloj de la pared, la mano que no puede firmar el acta del examen, ni llevarse la maldita cuchara de sopa a la boca, el miedo al miedo, las lágrimas de rabia sorda e impotente,


…Entre creer un montón de cosas, de la tierra, del cielo y del infierno, y no creer absolutamente nada, ni siquiera que el incrédulo existe de veras;
Entre la certidumbre que todo es una gran trampa, una broma descomunal…

…Y, desde luego, no queremos, (y bien sabemos que no recibiremos) piedad, ni perdón, ni conmiseración.

Quizá ni siquiera comprensión de los hombres mejores que vendrán luego, que deben venir luego.
La historia no es para eso, sino para vivirla cada quien del todo, sin resquicio si es posible (con amor sí, porque es probable que sea lo único verdadero).

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