Reducir a un asunto personal, o a un nuevo capítulo de la eterna guerra de los sexos, lo que está ocurriendo en la Cámara de Cuentas y sus implicaciones para la lucha contra la corrupción es una frivolidad pero no un acto inocente, pues al desviar la atención de la opinión pública de lo que está en juego con los intentos de sabotear desde dentro al principal órgano de control del uso de los recursos públicos también se le sirve a los beneficiarios de la corrupción y su aliada incondicional: la impunidad.
Cierto es que todo el ruido provocado por las acusaciones de acoso sexual y laboral contra su presidente, que el también miembro del Pleno Mario Fernández calificó como un “falso relato” en la entrevista que le concedió a la colega Millizen Uribe, contribuyó a enrarecer el ambiente haciendo pensar a mucha gente que el problema se reduce al inapropiado comportamiento del licenciado Janel Rodríguez Sánchez.
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Pero eso era antes de que pudiéramos armar el rompecabezas con los testimonios de otros miembros del Pleno, que a no pocos ha permitido llegar a la conclusión de que esa acusación y todo el alboroto que provocó es parte del mismo plan y del mismo propósito.
Y eso se está poniendo en evidencia con la resistencia de las tres mujeres que forman parte del Pleno a que se liberen las actas de las sesiones celebradas hasta ahora, incluidas las que se hicieron a espaldas del presidente de la Cámara de Cuentas, selladas de manera ilegal por sus anteriores integrantes.
¿Qué es lo que no conviene que se sepa que se quiere mantener un secretismo fuera de lugar en una institución de su naturaleza? ¿Por qué no permitir que se conozca el contenido de las actas y los audios si eso permitiría saber la verdad sobre el comportamiento de cada quien? ¿O es más importante mantener secuestrada su funcionalidad, privando a la Justicia de una herramienta fundamental para perseguir y sancionar la corrupción que se apropia impunemente de la riqueza pública?