Comienzo advirtiendo que, a pesar de la ineptitud que se ha impuesto en el presente en diversos estamentos políticos, pertenecer a la clase política o a un partido político no es algo negativo per se. Bien por el contrario; solo es censurable cuando uno defrauda la confianza de la ciudadanía y/o merece un Doctorado Honoris Causa por haber conducido a la ruina a toda una población, además de expoliar los recursos de la nación. Igualmente abominable son quienes hacen méritos y ganan galones políticos pero sin arriesgarse a impedir el víacrucis de dicha abominación y escarnio.
Ahora bien, desde un contexto de formación política caracterizado por la ineptocracia, revalorizar el interés político de la población y redimensionar el valor y la materialización de la cultura democrática significan un desafío crítico para las nuevas generaciones dominicanas. Muy en particular, cuando ese desafío hay que asumirlo, en medio de la era de la globalización y del conocimiento, pero expuestos al desánimo e impotencia que ocasionan una democracia electoral en vías de acabar siendo un perfecto “hackeo” de conciencias y una estudiada manipulación de sentimientos y voluntades, -por no entrar aquí en asuntos de emblemáticos algoritmos.
En tal contexto, la apuesta consiste en vencer el espíritu del tiempo contemporáneo que no nos llega solo. Con él advino-de la mano política de la idiotez democrática- la era de la globalización y del conocimiento.
Me explico para economizar malas interpretaciones.
Asumo que no es necesario especificar aquí qué se entiende por globalización y revolución científico-tecnológica, bien expuestas, por ejemplo, por Stiglitz y por Rossi; tampoco detallar dónde han ido a parar la comunicación y la publicidad en el ciberespacio de la era digital (Merejo). Se trata de temas y realidades harto debatidos y aireados en y fuera del país. Sin embargo, sí es menester aclarar a qué realidad se refiere el tiempo de la doble idiotez democrática al que se ha arribado. Así, pues, centro la atención en la referida idiotez.
La característica democrática del tiempo presente dominicano yace en la unión sin confusión que logra de estas tres acepciones del término idiota y su cualidad, la idiotez:
1. En la Edad de Oro en Grecia, los autores calificaron como idiotas a cuanto ciudadano dejaba de preocuparse y de atender los asuntos de interés general en la Ciudad-Estado, pues así se ponían a un lado de la comunidad, dejaban de ejercer su ciudadanía y menospreciaban la volatilidad institucional y la corrupción que siempre está al acecho del régimen democrático. «En la historia se han dado dos modelos de ciudadanía, hablando grosso modo: el griego y el romano o si se prefiere el activo y el pasivo. La ciudadanía griega implicaba y exigía la actividad política, la colaboración en la toma de decisiones.Quien no participaba en política era considerado un «idiota», es decir, alguien reducido simplemente a su particularidad y por tanto incapaz de comprender su condición necesariamente social y vivirla como una forma de libertad» (Savater).
2. La segunda acepción endilga la idiotez a esa legión abrumadoramente mayoritaria de sujetos que en la actualidad, fieles adeptos a expresar opiniones de manera no verificada ni contrastada objetivamente por medio de pruebas y mejores ideas analíticas, imponen el dominio de la falta de entendimiento y de instrucción a sus interlocutores, abriendo así, en plena civilización contemporánea, las compuertas a la sumisión del intelecto a la doxa platónica o al individuo que Umberto Eco calificó de “el tonto del pueblo como el portador de la verdad”. Se trata de un fenómeno renovado pues, aunque decimos haber salido de la cueva de la República de Platón y de la oscuridad de la Edad Media, gracias a la Ilustración y las sucesivas cuatro revoluciones industriales, ahora las percepciones y pareceres vienen promocionados por las nuevas tecnologías de la comunicación, por la maledicencia del tonto culto de Shakespeare o por el engaño publicitario del mercado consumista.
3. Y la tercera acepción, de conformidad con uno de los sentidos atribuidos por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua al término idiota, se le imputa a esa falange de profesionales de la política y autoridades públicas que se presentan engreídos ante los ciudadanos, pero desprovistos de méritos ni fundamentos democráticos para ello. Estos -tomados de la mano de aquella población- abren las compuertas, en plena civilización contemporánea, al disimulo, el autoengaño y la vanidad. Así las cosas, lo que en el fondo importa hoy día ha dejado de ser corregir la simulación y el aspaviento -para entonces buscar la verdad y hacer el bien, evitando errores e ineficiencias-, sino encubrirlos y adornarlos con la apariencia de poder y de saber en un mundo en el que se valora más tener, aparentar y producir que ser, saber y contemplar. A partir de tanta teatralidad… que siga el espectáculo y que continúe el juego y que aprendamos a seguírselo a todos los demás.
Por ende, habiendo traspasado los umbrales de nuestro tiempo presente, empero, no puedo más que finalizar esta concepción de la democracia dominicana abogando porque evitemos sus tres males constitutivos: el autoritarismo político a que nos conduce el espíritu del tiempo presente, la desinstitucionalización social heredada y la indiferencia que progresa en el lar patrio a propósito de la cultura democrática.
a. Autoritarismo. Se trata de la misma tendencia autoritaria a la que se refiere el último informe del PNUD (2019) relativo a la calidad de la democracia dominicana allí donde afirma que es previsible el “riesgo de profundización del autoritarismo en el país” como consecuencia de la concentración de los poderes estatales en el Ejecutivo. Pareciera ser que otra vez se quiera retrotraer al pueblo dominicano al paraíso ideal y entonces presentarle simbólicamente la manzana de la discordia como “la tentación de regresar al pasado”.
b. Institucionalización. Prevenidos de aquella tentación de raigambre colonial y santanista o -más reciente en la historia dominicana- trujillista e incluso balaguerista, se justifica objetivamente el respeto sagrado al Estado de derecho y al orden institucional constituido en la nación. Como se estila decir en estos días, en casos de duda, es preferible judicializar todos los procesos políticos antes que politizar la justicia y el orden constitucional dominicano.
En resumidas cuentas, la práctica democrática occidental, y por ende dominicana, tiene razones sobradas para recelar el autoritarismo y la desinstitucionalización de una sociedad democrática. El poder democrático no se hereda, a diferencia de los antiguos regímenes monárquicos en los que se dependía de la biología para recibirlo por línea de sangre; tampoco se arrebata, como acontece en la más prístina tradición de caudillos y dictadores latinoamericanos y dominicanos en particular. Y la autoridad no se impone de espaldas al derecho ni por medio de imposturas electorales.
Por consiguiente, en democracia, el quehacer político y la conducción de la cosa pública no se deben delegar a las malas costumbres de añejos profesionales de la política. “Dejarles la política a los políticos no es buena estrategia” (Chaparro).
Una vez la ciudadanía salida de la cueva platónica, gracias al esfuerzo consciente y volitivo de los miembros de una civilización encaminada por el poder revolucionario del conocimiento,cuanto rastro de ineptocracia sustentada en la idiotez temporal permanezca a modo de microbio en el cuerpo social dominicano, requiere ser superado con el único antídoto de marca reconocida: democracia. Una mayor dosis de democracia y no el remedio casero recomendado por la nobleza de alguna aristocracia partidista.
La democracia dominicana llegará a ser actual, únicamente así.
Fernando I. Ferrán es profesor-investigador de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM).