Hay edades que no se nombran con certeza, solo se intuyen. Se deslizan como el humo o el agua, con bordes movedizos que no obedecen a ningún calendario. La adolescencia es una de esas travesías sin mapas: un pasadizo entre la infancia que resiste a irse y la adultez que aún no ha llegado. En ese tránsito, la risa juega a esconderse y las preguntas, como pájaros sin nido, revolotean sin promesa de respuestas.
La serie Adolescencia, de Netflix, no busca confortarnos. Nos sitúa en medio de una historia difícil: un chico de 13 años acusado del asesinato de una compañera de clase. No hay atajos narrativos, ni edulcorantes. Solo la crudeza de un caso que desencadena una búsqueda desesperada de sentido en una sociedad que, con frecuencia, prefiere el juicio rápido al espejo incómodo.
Jamie Miller no es un personaje aislado; es el reflejo de muchas inquietudes contemporáneas. A lo largo de cuatro episodios, la trama nos sumerge en la complejidad de lo que implica crecer en un mundo hiperdigitalizado. La serie deja entrever las grietas: la presión de las redes, los códigos ocultos en lenguajes que mutan a velocidad vertiginosa, las tribus digitales que surgen donde antes había patios de recreo.
En este nuevo territorio, no hay brújulas heredadas. Las redes sociales ya no son simples canales de comunicación: se han convertido en escenarios de pertenencia, en campos de batalla simbólicos donde se negocian la identidad, el deseo, el miedo. En ese contexto, un comentario, un ícono o una imagen pueden adquirir un peso desproporcionado, no por maldad, sino por la fragilidad de los significados y la urgencia de ser visto.
La adolescencia, entonces, ya no puede analizarse solo desde los márgenes adultos del deber ser. Requiere escucha, interpretación, diálogo intergeneracional. Más que preguntarnos si estamos vigilando el mundo digital de quienes crecen, tal vez debamos interrogarnos sobre si entendemos sus coordenadas afectivas, sus códigos de reconocimiento, sus formas de pedir auxilio sin palabras.
Las familias —en su diversidad de formas— y las instituciones no pueden delegar la tarea de acompañar. Pero tampoco pueden asumirla en soledad. El Estado, con su maquinaria lenta pero necesaria, tiene el deber de ajustar sus políticas públicas a la velocidad de estos nuevos desafíos: educación en pensamiento crítico y entornos digitales, salud mental accesible, formación en empatía, regulación ética de las plataformas. No se trata de prohibir, sino de comprender. No es castigar, es ofrecer herramientas.
“Adolescencia” no pretende sentenciar; propone una conversación. Nos recuerda que el tejido social se construye con hilos múltiples y que cada historia juvenil contiene, en sí misma, una pregunta que nos concierne a todas las generaciones: ¿cómo acompañamos sin invadir, cómo guiamos sin imponer?
En un tiempo donde las pantallas cuentan tantas historias, quizá el mayor gesto revolucionario sea sentarnos a escuchar las que aún no se han escrito. Estar ahí, sin recetas, con presencia atenta y afecto disponible. Porque la esperanza no es una consigna, sino un ejercicio cotidiano de confianza: confiar en que, si tejemos comunidad, si aprendemos su idioma, podrán —algún día— contar sus vidas sin miedo.