La destitución de Roberto Fulcar como ministro de Educación, exjefe de la campaña política que llevó a Luis Abinader a la Presidencia de la República, y antes, la licencia y posterior cancelación del poderoso e influyente ministro de la Presidencia, Lisandro Macarrulla, constituyen pruebas inequívocas de que el primer mandatario está decidido y comprometido con el adecentamiento de la administración pública por encima de relaciones personales o compromisos partidarios, y deben servir estos hechos como serias advertencias a los nuevos funcionarios que ingresen al tren administrativo y a los que permanezcan en sus cargos más allá del presente mes de agosto.
En el primer caso, el Ministerio de Educación se vio envuelto en un escándalo que provocó la intervención de la Dirección General de Contrataciones Públicas, entidad que suspendió, por irregularidades, los contratos con cuatro editoriales para la adquisición de libros de texto en formato digital, que había firmado dicha institución. En el segundo caso, el nombre de Lisandro Macarrulla salió a relucir en las pasadas turbias negociaciones de la Procuraduría General de la República al mando de Jean Alain Rodríguez, en las asignaciones irregulares, por concursos fraudulentos, de diversos trabajos de construcción en la cárcel modelo La Nueva Victoria.