El profesor enseña, el maestro enseña y ama. Agripino Núñez Collado
Escribo estas palabras en medio de un torbellino de emociones, sentimientos diversos y muchos recuerdos. Hace unas horas, aunque esperaba la noticia, me enteré de la partida de monseñor Agripino.
Había sufrido mucho aquejado de muchos problemas de salud. Su cuerpo físico, golpeado por 88 años de fructífera vida no pudo seguir resistiendo.
Cuando mi amiga Inmaculada Adames me llamó, me quedé paralizada. Se agolparon recuerdos, frases, situaciones diversas que he vivido en mis más de 40 años vinculada a la PUCMM. Inicié la carrera de educación en el año 1973.
Eran tiempos difíciles. Ya habían ocurrido disturbios estudiantiles en la universidad. Yo venía con el peso de que a mi hermano Peng Sien lo habían expulsado por sus ideas revolucionarias.
El nuevo rector, el entonces padre Agripino Núñez, convocó a reuniones a los estudiantes en la cafetería. Yo joven, impulsiva y con ideas “progresistas”, levanté el brazo para pedir la palabra. No recuerdo lo que dije, si estoy consciente del tono agresivo con que me dirigí al rector. Muy pacientemente, el rector me respondió con argumentos tan convincentes que me calló.
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Hace algunos años le conté la anécdota, por supuesto que no se recordaba, nos reímos de buenas ganas. Fue una gran lección para mí. Terminé mis estudios en 1978, viajé allende los mares, y regresé al país. El padre Esquivel me ofreció docencia en el año 1990.
Tres años más tarde, y gracias a una oferta de mi querido Radhamés Mejía, entonces vicerrector ejecutivo del Recinto Santo Tomás de Aquino, fui nombrada en un cargo administrativo académico. Ahí inicié mi carrera en mi amada Alma Máter. Inicié como profesora por asignatura y todavía sigo batallando con docencia y proyectos, hasta que mis fuerzas me lo permitan.
No fui del círculo cercano de Monseñor. Tuve la dicha de trabajar a su lado cuando me nombró vicerrectora. Tenía que despachar a su lado. Durante esos años en que laboramos codo a codo, aprendí muchas cosas:
- El gran valor a la familia. Aunque el rector trabajaba todos los días, respetaba el espacio familiar de sus colaboradores. Una noche me llamó para que lo acompañara a un acto. Ese día era el cumpleaños de mi marido. No escuchó mi entusiasmo, sino silencio. Me preguntó sorprendido ¿pasa algo? Hoy la familia se reúne porque Rafael está de aniversario. Me respondió: No se preocupe, la familia es lo primero.
- Su impresionante memoria. Monseñor anotaba pocas cosas. Yo, por el contrario, tengo cuadernos, listas interminables de pendientes, ideas anotadas para que no se olviden. Para mis reuniones con él, tenía una pequeña libreta negra. Anotaba todo. Le tocaba punto por punto. Me daba su opinión. Solo me miraba atento. Un día, para probar, le repetí una información. Me dijo: ya usted me lo dijo la semana pasada, ¿no se acuerda?
- Decía que debíamos ser maestros, no profesores. La frase que encabeza este artículo la repetía constantemente. Decía que la educación sin amor, pasión y vocación no progresaría. Y tenía razón. ¡Nuestras aulas están llenas de personas que hacen el oficio por recibir un salario!
- El respeto a las ideas. Una de las características más importantes que viví y descubrí en la PUCMM es el respeto a las ideas, la libertad de cátedra. Cada profesor era dueño de sus horas de docencia y podía decir lo que pensara, siempre y cuando lo hiciese con altura y con argumentos académicos, no por mera defensa ideológica.
- Respeto a las decisiones académicas, a pesar de las presiones. La garantía de la universidad es su calidad. En eso monseñor Agripino no aceptaba presiones de ningún tipo. Me consta durante mis años de vicerrectora académica, que tuvo que enfrentar llamadas de algunas “personalidades” que querían favores para los suyos. Su respuesta negativa era tajante.
- Capacidad de escuchar. No siempre estuve de acuerdo con sus posiciones ni sus ideas. No intervenía en su área pública, sino en la interna, la académica. Algunas de sus decisiones no las compartía. Nunca expresé mi desacuerdo públicamente, pero sí se lo hacía saber. Le escribía cartas con argumentos que rebatían sus ideas. Las llamaba “las epístolas de Mukien”. Me decía que las leía con atención. A veces tomaba en cuenta algunas ideas, otras no. Me dijo una vez, que apreciaba mi valentía por decirle directamente mis desacuerdos.
Monseñor Agripino tuvo una larga vida fecunda. Tenía una dimensión, la pública, en su calidad de negociador y de personalidad influyente. No siempre compartí sus posiciones ni sus defensas. Pero he de reconocer que jugó ´papeles importantes de medicación de conflictos en momentos en que la democracia dominicana era todavía muy frágil, como lo fueron los años 90.
Ahora que no está físicamente con nosotros, reconozco públicamente que le agradeceré siempre su apoyo y confianza. A pesar de que, durante mi mandato como vicerrectora, mi esposo Rafael era rector del Instituto Tecnológico de Santo Domingo, una de las competencias de la PUCMM, monseñor NUNCA dudó de mi confianza y de mi lealtad institucional. Una vez, ya él retirado y yo en mi actual posición de investigadora, le agradecí. Me respondió: Lo hice porque confiaba en el valor ético y profesional de ustedes dos.
Siempre que tenía oportunidad, pasaba por su oficina, simplemente para darle un abrazo. Teníamos ahora en diciembre pautada una cita para llevarle un cariñito de Navidad. El COVID se interpuso entre nosotros.
Adiós monseñor, descanse. Usted tuvo una vida de intenso trabajo. Escucharemos voces disidentes. Pero nadie puede negar su legado. Hoy y siempre.