Por Jeannette Miller
Supe de La Poesía Sorprendida cuando mi tío, Juan Francisco Sánchez -Tongo-,que era filósofo, pianista y contertulio, me llevaba a las reuniones que se hacían a finales de los cincuenta donde Pepé Ortega y Cundo Amiama, porque yo decía que me gustaba escribir. Allí me deslumbró Manuel Rueda ejecutando sonatas, en un piano Steinway que reproducía las notas mejor que las películas de Hollywood. Los musicales que me habían apasionado como Siete novias para siete hermanos, Bailando bajo la lluvia… desaparecían ante el virtuosismo de un bello ejecutante de carne y hueso, que también era poeta. Y no sólo poeta, sino miembro de La Poesía Sorprendida. Interesada en él supe del movimiento considerado como el más importante de nuestra historia literaria, y de la élite intelectual que lo conformaba. Aparecieron nombres como Franklyn Mieses Burgos, Freddy Gatón Arce, Aída Cartagena Portalatín, Antonio Fernández Spencer y otros… a quienes había visto en la calle o en reuniones familiares.
Mientras leía “Esta canción estaba tirada por el suelo” y “Una mujer está sola”, los comentarios de mi tío y sus amigos dibujaban las vidas interesantes de estos escritores y recuerdo que decían que Fernández Spencer había comenzado como boxeador y que había sido muy bueno. El carácter algo peyorativo de la información no me hizo efecto, sino que agregó el rostro escondido de un hombre que según decían era una enciclopedia viviente.
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Con los años supe de brillantes escritores que fueron atletas: Camus futbolista; Heminguay practicaba boxeo, baloncesto, béisbol, etc. Más adelante, también escuché sobre las contradicciones y enfrentamientos entre Fernández Spencer y Mieses Burgos, hasta el punto de que se afirmaba que el poema Demonio de Ceniza del último, había sido escrito pensando en el primero.
Demonio de Ceniza formó parte del poemario titulado “Propiedad del recuerdo” (1942-1943) y trata básicamente de la envidia. Esto lo afirma Federico Henríquez y Gratereaux -muy cercano a Mieses Burgos- en un artículo que publicó en el periódico Hoy en el 2016, con el título Precipitar los Frutos. Henríquez y Gratereaux afirma: “Demonio de ceniza” está dedicado a la envidia, asunto terrible que entenebrece las vidas de escritores y poetas… La envidia es un afecto trágico estudiado por el cineasta checo Milos Forman en la película “Amadeus”, donde presenta el rencor de Antonio Salieri ante la capacidad creativa de Mozart. La gracia, la inventiva y armonía, de un genio musical inimitable, destruyeron la vida interior de Salieri. Muchos poetas y escritores han sufrido la misma dolencia. Olvidan que “la gloria es un rumor que llega desde fuera”.1
Me impactó lo apropiado de la frase “afecto trágico”, porque para envidiar hay que admirar, al tiempo que se siente la impotencia de igualar o superar lo envidiado. Una especie de “te odio y te quiero” que destruye la paz de quien lo experimenta.
Desde que muchos años atrás oí sobre Demonio de ceniza, quedé conmovida y no niego que al conocer la obra de Spencer, mi admiración absoluta por Mieses Burgos -el poeta y el ser humano-, había sembrado en mi corazón cierta frialdad hacia autor de El regreso de Ulises.
Con el tiempo he aprendido que la verdad es algo que se descubre poco a poco y que nunca termina de encontrarse. Y que los seres humanos tenemos derecho a reflexionar y cambiar nuestras actitudes, a arrepentirnos.
En 1978 y casi al publicar mi libro Historia de la Pintura Dominicana, iba a la entonces Galería de Arte Moderno para determinar cuáles obras serían reproducidas. Eso me llevó a intercambiar con Fernández Spencer, quien todavía era su director, y en su trato conmigo conocí a un hombre afable y sonreído con ojitos pícaros que brillaban de inteligencia y que, probablemente, sabía de artes plásticas más que yo, o por lo menos lo aparentaba.
Sus presentaciones a creadores importantes que exponían allí, además de bien estructuradas, elevaban el estatus del artista en cuestión. Y es que los escritos de Antonio Fernández Spencer estaban sustentados por la vasta cultura de un ensayista, poeta, filósofo y crítico de arte, con premios internacionales como el Adonais (1952) y el Leopoldo Panero (1969).
No solo hablábamos de La Victoria de Samotracia, que siempre me ha gustado más que La Venus de Milo, o del libro de poemas que escribió Jaime Colson en los años de 1920, sino que revivíamos anécdotas sobre Carlos Bousoño, el asturiano autor de Teoría de la Expresión Poética, quien fue su profesor y también mío, en ese Madrid que yo viví a mediados de los 60, cuando me refugiaba al atardecer en la cafetería de Cultura Hispánica para vislumbrar al inalcanzable Bousoño en sus largas pláticas con Vicente Aleixandre, mientras una luz casi inexistente ahogaba la atmósfera de un oro viejo que metamorfoseaba el lugar.
Siempre vi a Fernández Spencer de saco y corbata. Una melenita que le llegaba a la nuca equilibraba la calvicie de su frente amplia que, según la creencia popular, era sinónimo de inteligencia.
Hablaba seguro de sí mismo y sostenía sus verdades de manera absoluta como si no hubiera alternativas, a menos que te enfrascaras en una discusión que nunca acabaría y donde al final él estaría diciendo lo mismo y tendría la razón.
Leyendo una entrevista que le hiciera Mateo Morrison en la década de 1970, confirmé que hablaba de sí mismo sin recato, lo que se comprobaba cuando decía: “Siento que mi obra es significativa en la cultura del siglo XX…” y que era “un poeta surrealista, creacionista e introductor del realismo mágico en la poesía de lengua española”. Igualmente afirmaba: “Quien no ha leído bien la poesía inglesa del siglo XVIII y a los simbolistas franceses, no puede enterarse de mis claves poéticas”. Estas declaraciones proyectaban su temperamento y asentaban el carácter culterano de su propuesta literaria.
Realmente la poesía de Fernández Spencer es una poesía para intelectuales. En muchos de sus versos la fuerza del pensamiento desplaza la musicalidad y aun el ritmo, característica que no resta, sino que define su estilo.
También con los años, fui confirmando su gran admiración por Mieses Burgos e incluso su declarada amistad, y creo que si en algún momento de sus inicios disintieron, la reiterada y absoluta admiración de Antonio Fernández Spencer por Franklyn Mieses Burgos puede ser constatada en frases como las siguientes:
“Cuando leí el libro de Octavio Paz, A la orilla del mundo, me pareció que estábamos en presencia del más importante lírico del siglo XX en lengua española; el otro, para mí, de igual importancia, era el dominicano Franklin Mieses Burgos”.
“Como ensayista, Octavio Paz está a la altura de Pedro Henríquez Ureña y de Alfonso Reyes. Es, además, el único premio Cervantes que ha alcanzado también el premio Nobel. No creo, por otra parte, que esos merecidos galardones le agreguen nada a la evidente grandeza lírica y pensante de Octavio Paz, poeta a la altura de Garcilaso, Fray Luis de León y Franklin Mieses Burgos”.
“A Franklin Mieses Burgos, como poeta, no le hace ningún daño ni la negación ni el elogio”. 2
Y lo decía de verdad.
Después de estas experiencias puedo afirmar que, como persona, Fernández Spencer quedó redimido ante mí, que todavía guardaba cierto resquemor ante esa primera imagen suya que venía de la mano con Demonio de ceniza. Y creo que entonces pude verlo como era: ególatra y genial, simpático y manipulador, apabullante y tierno… indudablemente un hombre a quien la inteligencia le fue dada como un don que él supo metamorfosear y multiplicar quedando en nuestra historia literaria como un nombre cimero.
Además, la experiencia me ayudó a confirmar que la ética y la estética no siempre van de la mano y que en muchos casos mantenerse alejado del ser humano-artista ayuda a que podamos reconocer su calidad creativa sin predisposiciones.
Ahora que trato de organizar los recuerdos me gusta ver a Franklyn y a Antonio como hermanos, que habiendo tenido disquisiciones, descansan hoy en la certeza de que cada uno vale por sí mismo y que sin los textos que escribieron, la poesía dominicana no habría alcanzado gran parte de sus niveles más altos.