Ante el silencio epistolar, PHU pregunta a su tía Mon Ureña qué sucede con Leonor y esta última le responde: «Yo no consagro ya el mayor tiempo a satisfacer mis aficiones literarias como en mejores días; no, sustraigo algunos momentos á la brega diario y leo algo, regularmente periódicos i unas que otra lecturita banal, nada serio.» (Bernardo Vega. Treinta intelectuales dominicanos escriben a Pedro Henríquez Ureña. Santo Domingo: Academia Dominicana de la Historia, 2015, 156).
La causa del silencio epistolar de LF se debió, según lo explica, a su «habitual apatía acrecida hoy considerablemente por el género de vida que me imponen mis actuales ocupaciones.» (BVega, 156).
La correspondencia de LF con PHU se extendió hasta 1910. La suspensión quizá se debió a la vorágine en la que se vio envuelto el Sócrates dominicano a raíz del estallido de la Revolución mexicana. Acogió el consejo de los amigos y se embarcó en Veracruz el 13 de abril de 1911 hacia La Habana. A la estación fueron a despedirle sus discípulos Alfonso Reyes, Antonio Caso, Martín Luis Guzmán, Carlos González Peña, Escofet, Isidro Fabela, Diego Rivera, Gonzalo Argüelles Bringas, Julio Torri, Aurelio Collado y José Benítez. Antes de su salida había sido agasajado con múltiples banquetes entre los que cita los de Alfonso Cravioto, Luis Urbina, Chucho (Jesús) Acevedo y Pablo Martínez del Río (Memorias. Diario. Notas de viaje (México: FCE, 200, p. 191 [1989]). La mayoría de estos hombres serán los futuros ministros, altos funcionarios y diplomáticos de los gobiernos que surgieron después del triunfo de la Revolución.
Al llegar a La Habana, PHU estudia el medio social y cultural cubano: «No han sido de mucha actividad para mí estos días. No he tenido con quien conversar mucho, parte porque aquí no abundan quienes puedan sostener conversaciones serias, parte porque todo el mundo está muy ocupado. La Habana no ha cambiado en nada sustancial (…) El mismo tono de escepticismo y ligereza preside a todas las conversaciones; el extravío del sentido moral en orden a todas las relaciones sociales (familia, amistades, instituciones, nación) –que en México sólo se ha producido en el orden político por el largo despotismo de Díaz–, continúa extendiéndose: ya los jóvenes hablan francamente, por ejemplo, de que quieren conquistar una heredera rica. Y la prueba de que no lo dicen por entretenimiento es que lo hacen. Esto sin contar que, en el lenguaje usual entre jóvenes, es obligado decir mal de las reputaciones de mujer, sea cierto o no lo que se diga: de mujer no puede hablarse, aquí, sin obscenidad.» (Memorias, pp. 193-206).
Con el perfil de la Cuba de 1911, PHU ha profetizado lo que pronto sucederá en Cuba: Gerardo Machado, Grau San Martín, Prío Socarrás y Fulgencio Batista. Y toda aquella sociedad corrupta y light sufrirá dentro de 48 años el barrido de una revolución que se transformó en dictadura socialista de partido único.
El viajero llegó a Santo Domingo el 17 de mayo de 1911. Escribió sobre la soledad que le causó la Capital, cuyas casas no pasaban de un piso, aunque alabó la mejoría de las calles, el alcantarillado y la arborización, pero constató el mismo malestar político que dejó en 1901 al salir para Nueva York: la malicia dominicana (Memorias. Notas de viaje, p. 212).
Salió antes del asesinato de Mon Cáceres, pero nos dejó una estampa sombría de la intelectualidad joven de la Capital: «He estado también, en parques y cafés, con ‘la juventud literaria’, un grupo de gente ruidosa y quisquillosa, formado por Rafael Damirón, Arturo Logroño, Arquímedes Cruz, Arturo Freites Roque, Luis Armando Abreu, O.[tilio]Vigil Díaz., Primitivo Herrera, Fernando Arturo Garrido, Juan Bautista Lamarche, Julio A. Piñeiro (sic), Fernando Arturo Pellerano, Enrique Aguiar, y mi primo Noel. Es una juventud que quizás tenga más talento literario que la de Cuba, pero tiene todavía menos cultura que aquélla.» (BVega, p. 214).
El precio de esa incultura la pagará aquella juventud “ruidosa y quisquillosa” cuando al volver al país en 1931 a ocupar el cargo de Superintendente General de Educación, PHU encuentre a casi todos sus miembros formando parte de los mandos culturales de la dictadura de Trujillo, quien les había heredado el 23 de febrero de 1930 de Horacio Vásquez, Jimenes y el resto de pequeños partidos que ayer, como hoy, eran la bisagra de los grandes, producto todos de aquella alocada movilidad que vegetaba en torno al presupuesto del Estado clientelar, único lugar donde se ejercía la acumulación de riquezas desde 1844. Mucha tinta se ha escrito sobre esta colaboración de PHU con la dictadura, pero huyó a tiempo, mientras los demás sucumbieron a la vida muelle y a los fastos de la dictadura.
La segunda parte de la misiva de LF a PHU es más importante debido al reconocimiento de la superioridad intelectual de ese joven que todavía, en La Habana donde ella le escribe, a los 21 años, ha madurado lo suficiente para convertirse, tres o cuatro años después, cuando emigre a la capital azteca, en el mentor de la juventud intelectual de aquella urbe: «Contigo me ha pasado lo que á ciertos maestros viejos á quienes se le agotaban los conocimiento que debían transmitir á sus alumnos i llegaba un momento en que estos sabían más que él (sic), quedando pues anulada la autoridad del maestro.» (BVega, p. 156). Redacción rara para esta maestra culta. Hubiera eliminado la ambigüedad semántica y rítmica si hubiese escrito: “estos sabían más que el maestro, quedando anulada su autoridad”.
Muy convencida de lo que decía estaba LF, que remacha de nuevo sobre la amplia cultura y sabiduría de este joven triunfador, quien publicó en La Habana su primer libro, Ensayos críticos en 1904, su credencial ante aquella intelectualidad mexicana, encabezada antes de su llegada, por don Justo Sierra, ministro de Educación del porfiriato.
Don Justo exclamó en presencia de los miembros del Ateneo de la Juventud, cuando PHU leyó, en la velada del 26 de enero de 1910, en honor de Rafael Altamira, su trabajo sobre Hernán Pérez de Oliva: «¡Cuántas cosas sabe Ureña»! «¡Cuántas cosas!» (BVega, p. 160). Esto lo dijo don Justo
LF escribió lo siguiente en la carta que analizo: «Digo esto a propósito de tus trabajos. Los leo, lo[s] encuentro buenos i si se me ocurre alguna observación me digo: ‘él sabe de esas cosas ya mucho más que yo, acaso tenga razón i yo estaré en el error’ (…) Hablo sinceramente. Cuando escribiste ‘sobre antología’ se me ocurrió hacer algunos reparos, pero pensando lo mejor concluí por estar casi de acuerdo contigo en todos sus puntos.» (BVega, p. 156).
Concluye su misiva con una nota de desolación, al constatar que casi todos los miembros del salón Goncourt han desertado: «Vivimos aisladas actualmente. Ha sonado la hora de la deserción i uno tras otro hemos visto alejarse los amigos que animaban el saloncito. Juan F. Sánchez, de los pocos que queda, se ausenta también para La Vega. (…) Acaso en día no lejano volverán ustedes los fundadores… i los otros.» (BVega, p. 156).