Si algo demostró la notoria ausencia de los alcaldes salientes en los actos de juramentación de las nuevas autoridades es que aprender a perder sigue siendo una asignatura pendiente para muchos de nuestros políticos, a los que les ha resultado difícil comprender y asimilar que a las elecciones, piedra angular de la vida en democracia, se va a ganar o a perder.
Desde luego, debemos alegrarnos de que hayamos superado los tiempos de Concho Primo, en los que cada cacique regional imponía su ley en su territorio, convirtiendo el país en un hervidero de guerras civiles e inestabilidad política que culminó con la intervención norteamericana del 1916, y de que al más feroz de los tiranos que tuvimos nos lo quitamos de encima con una lluvia de balas un 30 de mayo de 1961.
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Más de medio siglo de vida democrática, con sus altas y sus bajas, han sido sin embargo insuficientes, pues todavía hay políticos a los que les cuesta reconocer que fueron derrotados, ya se trate de un proceso dentro de su propio partido o unas elecciones generales, y por eso es excepcionalmente raro que eso ocurra y mucho menos que el candidato perdedor no solo reconozca sin regateos ni alegatos el triunfo de su adversario sino que también lo felicite.
Otros han llegado al extremo, conscientes de que las encuestas en las que fingen no creer no les dan ninguna posibilidad, de gritar fraude mucho antes de que la gente empiece a votar el día de las elecciones, al tiempo que tratan de destruir la confianza que debe inspirar la JCE a todos los que participan en el proceso, empezando por los electores.
Nadie esperaba que los alcaldes salientes felicitaran a sus reemplazantes o que les enviaran flores porque sería pedirles demasiado, pero el desplante de mal gusto con el que se despidieron de su función pública no agravia a las nuevas autoridades, como podrían pensar desde la perspectiva miope del mal perdedor, sino a la democracia misma, que nunca ha estado reñida con las buenas formas.