Atrás quedaron las calles, anchas o estrechas; los edificios, altos o bajos; la lluvia intermitente o el cielo límpido, azul; o la neblina de las lomas que bordean la sabana bogotana; los restaurantes y el caminar apresurados de los ciudadanos y los gritos de las sirenas de bomberos y ambulancias.
Ahora entra en acción la cultura, la subjetividad del viandante, la memoria larga para los recuerdos y el echar manos al libro que duerme en la biblioteca desde hace más de cincuenta años para pergeñar, en el presente, la mirada a los fastos guerreros del pasado, al canto a la heroicidad de los libertadores, al arte prehispánico y a la literatura salida de la primera independencia política que acaba con Bolívar y la independencia literaria que acaba con Darío y los seis ensayos en busca de nuestra expresión de Pedro Henríquez Ureña.
Esta cultura siglo XXI que ahora reivindico es para Colombia, y los países hispanoamericanos, la segunda independencia literaria. Ya está aquí, pero los latinoamericanos no se han enterado, y esperamos la segunda independencia política y los libertadores que crearán los Estados nacionales verdaderos en América Latina, no las caricaturas de Estados oligárquicos que nos legaron en el siglo XIX.
El partido del signo y su política caracterizan aquel lejano período de la primera independencia política y literaria de los países latinoamericanos. Hoy, siglo XXI, el partido del ritmo comienza a marcar y marcará con el hierro candente la historia y el lenguaje como la misma y única teoría de la segunda independencia política y literaria de los futuros Estados nacionales latinoamericanos, sin que haya necesariamente sincronía entre los dos hechos.
Colombia rezuma, desde la llegada de aquel primer notario llamado Gonzalo Jiménez de Quesada, historia y cultura sin disolución posible desde el momento en que le cruza por la mente a este conquistador la idea de identificar la realidad y leyenda: El Dorado, ficción confundida con lo real, autorizado como lo estaba el notario Jiménez de Quesada por la poética y la retórica de Aristóteles, primer gran teórico del partido del signo.
Este notario es posterior al segundo y al tercer notario, Hernán Cortés y Francisco Pizarro, dueños de México-Tenochtitlán y del imperio inca, treinta y tantos años luego de que el primer gran notario, Cristóbal Colón, fundara villas y ciudades como La Isabela y Santo Domingo en la isla La Española en 1492 y 1496, tierra esta, dominicana hoy, por donde comenzó todo lo que es hoy historia, arte y literatura en el continente americano: adelantado, gobernador, virrey (Bartolomé Colón, Ovando y Diego Colón). Primer Real Audiencia en 1511, primera catedral del Nuevo Mundo en 1540, primera universidad del Nuevo Mundo en 1538, con privilegios similares a los de Salamanca. El Caribe y Tierra firme dependieron de la Real Audiencia nuestra, de la Catedral y de la Universidad hasta el colapso de nuestra economía azucarera a causa del monopolio del comercio por parte de la Corona.
Hasta el grito de la primera independencia política la geografía trazada por la Corona española permaneció imperturbablemente igual, de modo tal que lo realizado por Bolívar y los demás libertadores, hasta la separación de lo que hoy son las repúblicas latinoamericanas fue, casi, mutatis mutandis, una copia al carbón.
Esta Colombia, al igual que los demás países latinoamericanos, la he conocido gracias a los libros de historia y literatura de América, textos oficiales pautados a los profesores que me impartieron esas asignaturas en bachillerato. Y evidentemente, por los autores de obras históricas y literarias leídas posteriormente con esfuerzo propio.
Pero las informaciones útiles sobre literatura en el virreinato de Nueva Granada se las debo a Arturo Torres Rioseco. El conocimiento histórico, parcial siempre, a los libros de Siglo XXI-Unesco: “América Latina en su historia”, a Juan Bosch: Bolívar y la guerra social, De Cristóbal Colón a Fidel Castro y las demás obras sobre este tema que sería prolijo enumerar.
Mis autores preferidos, espigándoles de Torres Ríoseco fueron Jorge Isaacs, José Asunción Silva, Vargas Vila, Eustacio Rivera, Germán Arciniegas, Baldomero Sanín Cano y, fuera de aquella obra didáctica, lo que vino después del boom latinoamericano inaugurado por “Cien años de soledad”, de García Márquez, a quien conocí en su casa de El Pedregal en México, en septiembre de 1982, detallado en mis memorias. Un poco antes, Caro y Cuervo y su filología, pero ya como graduado de lingüística y poética en las universidades de Besanzón y París VIII. A Silva, le conocí, cosa extrañísima, sin saber que esa canción de cuna que mi madre le cantaba a los hijos menores que yo para que se durmieran, era un trozo de “Los maderos”. Hablo de 1947-50. Lo cuento en mis memorias y cito los únicos versos que recuerdo y que mi madre cantaba a aquellos hermanitos:
¡Aserrín!
¡Aserrán!
Los maderos de San Juan
Piden queso, piden pan
Los Roque
Alfandoque,
Los de Rique,
Alfeñique
¡Los detriqui, triqui, tran!
En bachillerato identifiqué al autor de esa canción de cuna, porque lo encontré en la gramática de Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña (Primer Curso, pp. 119-121), libro de texto en bachillero. Poema con unos puntos suspensivos y una “Y” inicial en “aserrín” que mi edición colombiana no trae.
Encontré el texto íntegro de Silva, Obra completa (Medellín: Bedout, 1968), que me llegó a Santo Domingo por cortesía de Katia Salamanca, una de las estudiantes del curso de francés a quien conocí, y trabamos amistad trovadoresca, en Pointe-à-Pitre, Guadalupe, en aquel verano de 1968. En esa obra está el texto completo (pp. 22-23). Las vueltas que da la vida. Las genéticas literarias, influencias, reminiscencias, nostalgias. De un simple viaje brotan tantas remembranzas, llevadas al papel para que vuelen para provecho no se sabe de quién. Estoy siempre seguro de que algún lector aparecerá y apreciará el dato.
Lo emotivo de este poema de Silva es la repetición fragmentada de los versos de la primera estrofa, onomatopeyas al canto, sonoridad interna y el todo que es el ritmo resonando en la memoria de quien actualice con la lectura este poema. Lo emotivo, repito, son las descripciones de quien canta esa nana a un nieto o nieta: la Abuela, personaje-narradora central del poema. No es la madre la que canta la nana a su prole. Esto plantea un problema y varias preguntas: ¿Y dónde está la madre? ¿Qué ha sido de ella? ¿Hay paralelismo, posterior, con otra canción de cuna, esta vez afrocubana, cantada hasta la saciedad en América Latina (Yupanqui, Mercedes Sosa, etc.): “Duerme, duerme, negrito/que tu mama está en el campo/trabajando/trabajando…” Quién sabe si alguna farruca lejana venida de Andalucía lanzó hacia América uno de sus sonidos característicos, con un rajo que sangra garganta, luego de aclarársela con un “Tran, tran, tran, tranteiro/por la vera vera de San Juan”. Hay de todo en estas migraciones literarias, cante jondo incluido. Y los colombianos lo saben muy bien, pues de allá nacieron las colombianas aflamencadas.
Pero, era mi pregunta en el libro de memorias, ¿cómo, por qué vía, por cuáles medios llegó a campo tan remoto como donde yo nací, ese fragmento del poema de Silva y que mi madre, analfabeta, se lo aprendiera de memoria, y que también aprendiera yo a cantarlo, que luego, en bachillerato, me encontrara con un fragmento de dicho texto y, finalmente, en 1968 tuviera a manos el texto completo? (Continuará)