Caciquismo religioso. La comunidad temía y esperaba los sermones. Cada domingo y fiesta de guardar la homilía incluía la advertencia moral, la denuncia de placeres prohibidos y fechorías.
La represión obligaba el ruego silencioso, la comprensión de los sacerdotes que se atrevían a escuchar las cuitas de los perseguidos.
Cómplices de la tiranía, sin embargo, el cura era un referente, aunque sus debilidades fueran conocidas y el rumor difundiera el nombre de amantes y de los hijos del pecado.
Velaban por el acatamiento de las normas sacras empero, la intromisión tenía la circunscripción del templo, no se trataba de vengadores itinerantes por encima de la ley.
Ocurría en los municipios y en la capital también. Todavía algunos recuerdan cómo terminó un retiro para damas en Manresa, a mediados del siglo pasado. El lance involucró a un prestigioso guía espiritual de la élite, que pretendió congraciarse con la esposa de un empresario, cercano al “jefe”. El hombre era famoso por sus juergas vespertinas y por las visitas a un famoso lupanar de la época. El orador sagrado arremetió contra la infidelidad y la vida disoluta de maridos concupiscentes.
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Todas sabían a quién aludía. La esposa, indignada porque su intimidad estaba expuesta, abandonó el salón donde se realizaba la actividad, no sin antes rechazar la injerencia en la vida privada de las creyentes.
Los límites hoy son inexistentes. La irreverencia reditúa y los tonsurados saben que tienen libertad para hacer y deshacer.
El declive de la clerecía encontró amparo en la denuncia y el proselitismo. Lejos de la fe, convierten su influencia en militancia. El púlpito, sin donaire ni erudición, sirve para manifiestos partidistas y para reclamar favores pactados durante la campaña.
La sotana garantiza impunidad tanto como el quepis. Los faldones con olor a incienso encubren violadores, pedófilos, asesinos, estafadores.
Cada región tiene su cacique religioso, así como los poderes fácticos cuentan con clérigos sibaritas, dispuestos a santificar las tropelías de sus protectores siempre que les garanticen el apañamiento de las propias. Conscientes de la fragilidad institucional, actúan desafiantes, sin acatar la ley.
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La Vega, por ejemplo, ha sido convertida en la diócesis particular de“el padre Chelo”. Todos le temen. Hace, deshace, amedrenta.
Su reino es de este mundo, amo y señor de la feligresía. Es más que la gobernadora, el alcalde, más que el senador, los diputados, el fiscal o la juez. En la impunidad está su fuerza y por eso sus alardes. Difama, amenaza y luego consigue amainar la tormenta con éxito.
Procede de manera libérrima sin amonestación de sus superiores y sin sanción de autoridad competente.
Ventajas y desventajas tiene la sociedad líquida. El estremecimiento es fugaz, el dolor como la alegría se desvanecen rápido. Y en un colectivo amnésico como el nuestro, el olvido es inmediato. Quizás por eso algunos no recuerdan que “el padre Chelo” bendijo y patrocinó el milagro de Mildomio Adames “el peregrino”, en aquel momento crucial de la pandemia.
Ahora es el persecutor de la comarca, sin temor a las consecuencias legales. Nadie quiere ni puede enfrentarlo, es invulnerable.