Clérigos errantes y ociosos

Clérigos errantes y ociosos

Tras el espíritu goliardo se escondía el fermento no sólo de la alegría mundana de ese siglo sino, según Carlos Montemayor, el del pensamiento averroísta de la Universidad de París y de algunos movimientos heréticos.

Esta carga intelectual, su alegría por el doble sentido del lenguaje. Su devoción por la rima, la pobreza, la libertad y la alegría, fueron también, a su vez, el fermento de los elementos memorables que el ingenio popular mantendría vivos hasta el Renacimiento, en cierta zona del humanismo que continuara el espíritu goliardo.

Se trataba de violentar lo establecido, cuestionar mediante la sorna y la risa, todo lo sagrado, puro o decoroso de la sociedad y de las letras.

Poco se conoce hoy de esos malditos que escarnecieron todo, que cuestionaron todo y que gustaban de entregarse, en su miseria errabunda, a la sensualidad y a la embriaguez, al canto de taberna.

El lector que paso a paso penetra en el concepto de los poemas, descubre gradualmente en su imagen de superficialidad un hondo conocimiento del hombre, una fuerte actitud crítica y una sabia depuración del lenguaje.

Por supuesto, cabe pensar que siguieron existiendo verdaderos goliardos, que tal vez organizaban encuentros clandestinos. Por ejemplo en diversas universidades europeas, especialmente italianas, siguen fielmente esa tradición.

Grupos de jóvenes, entre mujeres y hombres, acostumbran salir de noche a divertirse en bares de la ciudad, sin miedo a ninguna traba moral. Luego organizan aquelarre en lugares escondidos de la misma.

El último de estos clérigos vagabundos y ociosos (giróvagos y sarabaítas), murió en el siglo XIII, es decir, unos cuarenta años después de las hogueras de Montséguir. Su voz es triste como el cricrí de un grillo entre ruinas.

Fue fiel a esa tradición y durante veinte años, según Zbigniew Herbert, estuvo enamorado platónicamente de la mujer del vizconde de Narbona.

Era tal la delicadeza de sus sentimientos que se le considera uno de los mejores representantes de los goliardos. Al final de su vida sucumbió a la nueva corriente y escribió, exclusivamente, himnos marianos, en los que se confunde el objeto de amor terrenal y el celestial.

“Hasta hace muy poco cantaba al amor, pero, en realidad, no sabía qué era, tomaba la locura y la vanidad como sentimientos, pero ahora el amor auténtico me ha liberado para que ofrezca mi corazón a la dama que nunca podré amar ni adorar como se merece…

No estoy celoso de nadie que desee su corazón, y rezo por todos sus adoradores para que el ruego de cada uno de ellos sea escuchado.”

A partir de este y otros textos, se puede estudiar el formalismo prosódico y rítmico del verso como si se tratara de un preparado anatómico.

Los trovadores de los siglos XI, XII y XIII al igual que los goliardos componen poesías destinadas a ser difundidas mediante el canto y que, por tanto, al destinatario le llegan por el oído y no por la lectura. De acuerdo al análisis de Martín de Riquer, en su monumental libro “Los Trovadores.

Historia literaria y textos” (1992), es éste un punto esencial que nunca debe ser olvidado. Las poesías de los trovadores, a las que nos vemos forzados a acceder mediante la lectura—dejemos aparte los posibles recitales o audición de discos de las melodías conservadas–, no fueron compuestas para ser leídas, sino para ser escuchadas.

Produciendo en una época en que la palabra “poeta” estaba reservada a los versificadores que escribían en un culto latín, para los trovadores componer es “cantar”, aunque muchas veces no sean ellos personalmente los que canten sus producciones.

En ellos el verbo “cantar” tiene mayor validez que en Virgilio cuando escribía “Arma virumque cano”(“Canto las armas y a ese hombre que de las costas de Troya”).

El arte de componer versos y su melodía, en palabras del citado medievalista español Martín de Riquer, se llamaba “trobar”, trovar, y este verso ya lo emplea el primer trovador de obra conservada, Guilhem de Peitieu, que afirma que un poema suyo “fo trobatz en durmen”( “ Yo canto mientras duermo”). Aunque ello significa, sin duda, que ya era conocida la palabra “trobador”, en los primeros tiempos puede sospecharse que estaba en concurrencia con “cantador”.

La poesía trovadoresca de los últimos tiempos no se caracteriza en absoluto por un exceso de adornos lingüísticos o de metáforas, sino por el hecho de que los antiguos medios de expresión intentan reflejar una nueva atmósfera sentimental e histórica. Por otra parte, sería ingenuo pensar que toda la poesía trovadoresca refleja la pureza cristalina y el amor platónico.

La poesía de estos trovadores fue una mezcla de fuego y de cielo, aunque no creo que ésa sea la peor mezcla poética. Todo el canto XXVI de la “Divina comedia” tiene un color púrpura oscuro y un frío resplandor.

En el “Purgatorio”, el alma del buen poeta Arnaut Daniel aguarda el día de la liberación. Dante construye un hermoso monumento a su maestro.

El canto termina en provenzal y tiene el atractivo de la belleza que se desvanece.

Los goliardos fueron, acaso, nuestros primeros contemporáneos, precursores de Rabelais, el Arcipreste, Boccacio, el Simbolismo, Sade, entre muchísimos otros. Aún podemos serenamente escucharlos.

Ven, ven, oh ven
¡Ven, ven, oh, ven
No hagas que me muera!
Hermoso es tu rostro
Tus penetrantes ojos,
Las trenzas de tus cabellos
¡Ah, toda tú, bella!
Más sonrojada que la rosa,
Más blanca que el lirio,
Más hermosa que todas.
Siempre en ti me gloria!

Bosque florido
Florece el bosque de nobles
Flores de follajes.
¿Dónde está
Mi antiguo amante?
¡Desde aquí cabalgaba!
¡Ah! ¿Quién me amará?

El clérigo errante

Un errabundo clérigo soy
Destinado al dolor,
A muchas tribulaciones
Y pobrezas dado
Cuánto en el estudio de las
Letras
Desearía afanarme,
Pero ha logrado la miseria
De ese empeño apartarme.
Ligero e insignificante
Es mi vestido;
Siempre padezco frío
Y el calor me rehúye.
Gran señor…

Que gozas de posición tan
Insigne
Acudo a un auxilio
Que de ti sea digno.
Que su mente evoque el alto
Ejemplo de San Martín
Cubre con un vestido
El cuerpo del peregrino
¡Así Dios quiera llevarse
A los reinos celestes
Y que ahí con sus dones
Los ángeles te compensen!

La suerte
¡Oh, voluble suerte! Lo que
Quieres das generosa al que
Quieres
Y de lo que quieres despojas al
Que quieres en instante breve.
Con dudosos pasos vaga la
Voluble Suerte
Y en ningún sitio segura y firme
Se queda;
Si en un momento es alegre, en
Otro su acerbo rostro nos vuelve,
y sólo así, inestable, constante
sigue.

Abad Cucaniense
Yo soy el Abad Cucaniense,
Sólo en mi Consejo tengo
Bebedores
Y a la cofradía de Decio
Permanezco.

Si temprano en la taberna
Alguien me busca,
Al atardecer saldrá, pero desnudo,
Y así de sus ropas despojado
Clamará: ¡Ay! ¡Ay!
¿Qué hiciste. Suerte maldita?
¡Toda la alegría de mi vida
Has destruido!

En el siglo XII, durante la Baja Edad Media, surgió un grupo de vagabundos irredentos. Se autodenominaban descender del gigante Golias, emparentado con el Goliat bíblico.

Tratadistas modernos quisieron atribuir a algún poeta ese nombre; después de ver en él a un autor colectivo y anónimo.

Sólo podemos asegurar que el carácter errante de los goliardos facilitó la difusión de sus textos, cuyo mejor ejemplo es el “Carmina Burana”, y cuyos autores fueron clérigos de ninguna manera anónimos, como el espléndido Hugo de Orleans y Pedro de Blots.

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