De acuerdo con la época y las posibilidades editoriales, las propuestas novelísticas han sido más cercanas a la nouvelle que a las obras de largo aliento. Muchas han pasado sin tener ninguna atención del lector más riguroso, de los críticos y amantes de la novela.
Además, siempre hemos estado dentro de alguna de las grandes corrientes literarias. Pero dentro de ellas hemos expresado lo nuestro. Digamos que, con pocas excepciones, la novelística dominicana ha dejado de lado el perfil de la dominicanidad. Y algo que me parece importante, trata especialmente del problema que implica gobernarnos; de los desafíos que nos marca el construir un espacio digno en que se desarrolle la vida dominicana.
Nuestra novelística ha sido romántica, naturalista, exótica, realista, de realismo social, experimental, de tema existencial, rural y de la ciudad; también, histórica, psicológica, policial… pero ante todo dominicanista. Una de las aspiraciones fundamentales de los escritores dominicanos ha sido la trascendencia. Realizar un arte novelístico que trascienda nuestras fronteras. Esa aspiración ha tenido más constancia en los últimos años que la búsqueda de la gran novela dominicana, en la que se embarcó Jimmy Sierra con “Idolatría” (2016).
Escribir una novela que trascienda nuestro mundo ha sido el norte de muchos de nuestros creadores.
Sin embargo, los temas que tratan la novela dominicana no logran impactar en el mercado mundial, a menos que el artista haya configurado esos temas con un lenguaje, con una forma artística que permita dialogar con las obras que se leen en el espacio de otras naciones. El escritor dominicano no tiene un público lector local que le permita dar los primeros pasos para llegar al mercado de otros países.
Tenemos escritores noveles o no tan jóvenes que comienzan a ser conocidos en otros países, pero que su literatura apenas se difunde en la República Dominicana. Entonces, faltan lectores como faltan buenos editores. Pero falta aún más, falta una industria editorial. Y de manera central carecemos de buenas obras. Alguien agregaría que necesitamos también una hoguera para que la subliteratura no compita con las que tienen valor literario.
El principal problema de la novelística dominicana, además de los que he enumerado arriba, es la falta de oficio de los novelistas. Es decir, es un problema de mímesis I, de la configuración de la obra literaria desde el planeamiento a su ejecución. Hay muchas propuestas de lecturas, pero hay muy pocas propuestas de escritura. Es decir, de verdadera configuración de las acciones humanas.
Reitero que el principal problema del oficio de novelista es la falta de ese oficio. Es la ausencia de un autor dedicado a la novela. Pocos como Marcio Veloz Maggiolo se ha dedicado al género. Tenemos muchas golondrinas y poco verano. El asunto capital del oficio de un novelista es el lenguaje. Y lo que observamos en muchos aspirantes a novelistas es la novela sin lenguaje.
Después de la portentosa novela de los años sesenta, después del Boom latinoamericano, ha venido a la moda la novela policial, que parece una novela sin lenguaje. Una novela comunicativa, que no tiene una elaboración lingüística y apela, muchas veces, a un lenguaje llano, sin elaboración y a una estructura fácil, en la que el lector menos exigente puede atravesar las dificultades que presenta la existencia de una inteligencia lectora (Ricoeur, 1986).
Estamos en el tiempo de la novela sin lenguaje. Muchas de las propuestas que aparecen en la literatura dominicana se encuentran en ese lamentable filón. En fin, son novelas en las que no aparece la vocación literaria. Este es el trabajo en mímesis II que presenta al lector una configuración que proyecte una verdadera propuesta artística. Estos elementos configurativos son los que elevan a la escritura al nivel de la obra de arte. Es ahí donde aparece la forma artística que da paso a la sensibilidad y a los trabajos de la belleza.
Es ahí, en definitiva, donde aparece el artífice: el creador de mundos posibles (Albadalejo, 1986). Aunque la literatura moderna ha tenido como meta llegar al público, un escritor no debe obsesionarse por el gran público. Todo lo contrario, el verdadero escritor quiere, desea, aspira a llegar a Ítaca. Tomo esa figuración de un poema de Borges “Arte poética” de “El hacedor” (1960): “Cuentan que Ulises, harto de prodigios, / lloró de amor al divisar su Ítaca/ verde y humilde. El arte es esa Ítaca/ de verde eternidad, no de prodigios” (PC, 2011, 150).
El verdadero creador de una obra debe hacer brotar el arte de sus textos, sin la prisa del que busca la fama. Sin desear sobre todo el aplauso del gran público. La obra verdadera, la obra que presenta la verdad del arte, no es complaciente con su tiempo. Todo lo contrario, es transhistórica y van contra la época misma. El artista que se queda en las ideologías de su época termina sepultado por el espacio coyuntural en que realizó su arte. Más el arte verdadero trasciende las épocas, la historia y las ideologías epocales.
Lo primero que tenemos que hacer es rechazar el arte sin lenguaje. Porque es un arte que enmascara su nivel subliterario. Esto ocurre cuando un novelista escribe y su texto no va más allá de la Gramática. Cuando el uso del instrumento literario se reduce a la presencia del utensilio y no pasa de dejar las huellas del buril, no puede hacer arte, aunque el libro esté bien corregido, aunque esté bien diseñado. Una obra debe crear un diálogo con el lector en mimesis III, desde la misma configuración.
Una obra que pertenezca al arte verdadero es la que instala lo nuevo en una relación indefinible entre ella y sus lectores. Los escritores de la “escribancia” (Barthes, 1980), saben esto.
Lo buscan, pero no lo encuentran. Porque el arte verdadero (Gadamer, 2003) es el que sale de la fragua que el escritor crea con la dedicación, el detenimiento, el estudio, la observación y la autocrítica de sus propios textos.
La primera prueba que debemos hacer a las novelas que aparecen en nuestro país, que vienen a llenar los anaqueles de la biblioteca nacional, es si ellas pasan el rigor del lenguaje.
No solo de la Gramática, como decía Pedro Henríquez Ureña, sino la del lenguaje literario. Ver hasta donde esa obra es una propuesta artística que va más allá de lo que cotidianamente se dice o se escribe. El verdadero artista es el que conoce su instrumento. El primer instrumento del escritor es la lengua. Pero el lenguaje de la literatura es una lengua especial, que cada uno debe formar en el decurso de su vida como lector-escritor. Es una práctica que se instala en la individualidad de cada escritor.
La lengua se nos da socialmente. El autor emplea un instrumento usado por miles de autores y que tiene distintas realizaciones en los hablantes. Es el producto social e histórico de la imaginación humana. Allí no entran todos. Desde los griegos, el espacio del arte es un espacio privilegiado por la creación misma. No vale la propaganda, la fama, ni otras consideraciones que no sean las de la verdad del arte.