La contemporaneidad entendida de modo amplio es el hoy, es el ahora, es este propio instante. Cada uno de nosotros es el contemporáneo del otro. Cuando Cézanne, el Postimpresionista del siglo XIX, se disgustó con el escritor naturalista Zolá por hacerlo ver en una de sus obras literarias como un tosco fracasado, ambos fueron contemporáneos. La contemporaneidad es una suma de momentos que al instante siguiente de suceder ya se ponen viejos, añejos como el buen vino de las libaciones de los Dioses.
Por eso tanta discusión con el término, teniendo que acuñarse nuevas Contemporaneidades basadas en falsas rupturas que esconden deudas ocultas con el pasado, surgiendo la Postcontemporanidad y la Post Post contemporaneidad. Cabalgando sobre el agua de una modernidad líquida y viscosa, ya vuelta cliché, vamos transitando por una suma de Posts que tiende al infinito, reflejando las intenciones del ser humano de lograr trascender en el tiempo.
¿Qué diferencia tiene nuestra contemporaneidad/ postcontemporaneidad con la de comienzos y mediados del siglo XX? Una suma infinita de nuevas verdades, de nuevos principios éticos y estéticos que son la otra cara de la misma moneda.
La contemporaneidad del siglo XX de un Neruda, de un César Vallejo, de un Diego Rivera y de un Brecht encarnando en sus obras de teatro a un Galileo autocrítico y profundo, no es la contemporaneidad de un Gunter Brus que en sus performances decodifica y descontextualiza la violencia para regodearse el ella, ni de un Quentin Tarantino que la estetiza en versión cinematográfica, ni la de una Ana Mendieta que se suicida en un último acto, dejándose deslizar desde un balcón en Nueva York para incrustarse en el asfalto, sustituto de sus raíces cubanas que la ataban a lo telúrico y lo terrenal.
No es lo mismo la fe profunda, a veces utópica en el arte, en los cambios sociales, en la colectividad, en la razón, esa fe que redacta Manifiestos para comunicar y teorizar sobre su estética, ya sea en el caso del caótico Dadá o del paralelismo onírico del mundo surrealista en el que persiste la Memoria. La fe moderna estaba basada en el deseo de organizar el desorden para volverlo ordenado y medible a los demás, deglutible y comunicativo. Sin embargo, la fe de hoy se encierra en una postmoderna búsqueda de la verdad interior en la que el ser humano individual siente a veces que no puede controlar las cosas ni cambiarlas, pero le queda una fuerza oculta, que es su actitud de resiliencia hacia esa cosa- mundo tan compleja que le rodea.
Son otros artistas, otro universo, otros yos, con sus luchas y sus miedos, sus `soledades y sus sueños, sin embargo, el deseo de trascender y de continuar es el mismo. Esta vez el camino es más árido porque lo recorremos más solos. Es por eso que los intelectuales y artistas de esta nuestra Postmoderna contemporaneidad buscamos salirnos de vez en cuando de esa zona de confort individual llamada “mí mismo” , “mi obra”, “mi poesía”, “mi crítica”, “mi trascendencia” y es porque necesitamos del diálogo con el otro en condición de iguales, necesitamos nutrirnos de lo que la sociedad humana nos muestra, pasar de emisores a receptores para recargar el alma gestora de ideas artísticas y creativas en el intercambio con “otros mí mismos”.
¿Y la identidad? Oh, Gauguin francés de los Mares del Sur, ¿quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos? ¿Y en medio de este enero del 2020, qué relación podemos establecer entre Contemporaneidad e Identidad?
Tengo la certeza de que la Identidad es aquello que nos distingue y nos hace únicos, ya sea como individuos o como colectivos mayores o menores, ya seamos un equipo de pelota o un pueblo que vive del lado Este de una bella isla del Caribe. Es la mirada, el gesto, el pensar, el decir, lo que hacemos y nos define ante otros que nos extrañan o nos aceptan, que nos admiran o que nos rechazan. En busca de la Identidad olvidada sería un excelente título para cualquier obra en un mundo de imitaciones, de copy paste, de remakes y de revivals. La Identidad es el grito original que buscaban los expresionistas alemanes, el principio de todo y lo que nos permite conectar auténticamente con el resto del mundo.
Creo que cada artista debe buscar dentro sí mismo su vino amargo o dulce, “Nuestro vino de plátano, pero es nuestro vino” decía José Martí. Los creadores deben escarbar en sus valores nacionales, en su barrio, en su casa, en sus gustos reflejos de lo colectivo, para insertarlos como injerto inolvidable en la matriz del Universo, debe saber y analizar como lo hace el otro en un repensar antropofágico de lo que se crea a su alrededor, pero digiriéndolo bien y transformándolo en algo nuevo, para que el resultado de su obra de teatro, de su novela, de su creación artística sea una mezcla de tres aspectos básicos: su individualidad, su mundo cercano de seres humanos y el entorno universal contemporáneo en el que busca abrirse paso.
Algunos han pretendido educar en el olvido de valores nacionales en una era de Globalización. Como reacción a esto, han surgido nacionalismos chovinistas extremos, portadores de altas dosis de Fascismo y deshumanización. Un Confucio milenario nos hablaba del Justo Medio, el mismo que nos llama a sentirnos felices de ser quienes somos como artistas, como creadores, como críticos, a que “del mundo a la faz ostentemos nuestro invicto glorioso pendón” como dice el Himno, a que desde lo propio respetemos aquella diversidad de otras culturas y de otros quehaceres artísticos basados en la belleza auténtica entendida como bien y verdad.
Por último, volviendo a recordar al latinoamericano Martí del ensayo Nuestra América y parafraseando su mensaje, exhorto a los artistas, a los críticos y a los promotores de arte a que nos insertémonos en el tronco universal de la cultura humana a través de nuestras obras, a que ocupemos un espacio en el Mundo con nuestra identidad indiscutible, espejo de nuestros yo, recuerdo de nuestros ancestros, a que adornemos ese árbol tan disímil llamado Humanidad con esa savia rica que llamamos Patria.