Sigo a la espera de las declaraciones de Abel Martínez, candidato presidencial del PLD, apoyando la posición del presidente Luis Abinader de rechazar la “inaceptable” petición del Alto Comisionado de la ONU de que el país detenga las “deportaciones forzosas” de haitianos ilegales, lo que ya hicieron Quique Antún, del PRSC, y Pelegrín Castillo, de la Fuerza Nacional Progresista, quienes mantienen posiciones de firme rechazo hacia la inmigración ilegal haitiana, aunque ninguno tan agresivo y beligerante como el discurso del alcalde de Santiago.
Pero eso es esperar demasiado de un político que, como la mayoría de sus congéneres del patio, cree que su papel como opositor se limita a criticar, sin aportar nada, todo lo que hace o deja de hacer el gobierno de turno, olvidando que los intereses del país siempre deberán estar por encima de las batallitas y escaramuzas de los partidos y sus líderes por controlar el Estado y el botín que representa el Presupuesto Nacional.
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Porque si es verdad, como proclama y repite desde su inflamada retórica, que su preocupación por la inmigración ilegal haitiana es sincera, apoyar el pronunciamiento del presidente Abinader rechazando las pretensiones de la ONU de que carguemos con el problema haitiano hubiera sido un gesto de coherencia que sus seguidores y los que no lo son aplaudirían. Pero no lo hizo, y el presidente Abinader se robó solito el show poniendo en su puesto a su Alto Comisionado, lo que le ganó la aprobación de sus gobernados, que por encima de banderías políticas y fanfarrias electoreras son dominicanos que reaccionan por instinto ante la amenaza que la crisis haitiana representa. Esa forma de hacer oposición, por desgracia, no va a cambiar, más que nada porque es la más fácil y la puede hacer cualquiera. Pero esa cualquierización de la política dominicana impacta de manera directa en la calidad de nuestra democracia, ya que empobrece el debate de los problemas que verdaderamente importan y aleja las posibles soluciones.