Cuatro letras y una palabra: Dios, que por fin es (5 de 5)

Cuatro letras y una palabra: Dios, que por fin es (5 de 5)

I. Hace más de 200 años Lord Kelvin dijo: “No tengáis miedo de ser librepensadores. Si piensas con suficiente fuerza, la ciencia te obligará a creer en Dios”. No obstante, su afirmación reafirma a los convencidos, no a los que no. Expuse en un escrito anterior qué no-es Dios, mas queda por discernir qué sí-es.

Ahora bien, para cernir no que no-es Dios, sino qué sí-es, no se trata de “creer en Dios”. Hacerlo sería violar la regla de oro epistemológica a la que voluntariamente he apelado reiteradas veces sumergido en las aguas del metafórico Rubicón por motivos de diálogo con más de uno. En esa búsqueda de logos en común, se excluye el acto de fe teologal, pues suele afirmarse que “engaña a los hombres” a pesar de darle “brillo a la mirada” (Rabindranath Tagore) o, dicho de manera más radical, dado que “la fe, incluso la profunda, nunca es completa” (Jean-Paul Sartre).

En ese contexto, por lo menos, toma relieve la posición de Michael Wilson Hardy al constatar el desencanto con la existencia de Dios. Pero… “¿qué o quién ocupará su lugar? ¿Cómo se le reza a un Dios muerto?” Pudiera tener Dios cabida en ese contexto en tanto que ¿meme cultural?

II. En teoría antropológica evolucionista, con Richard Wawkins a la cabeza, los memes son las unidades de evolución cultural en tanto que patrones de información-comunicación en estructuras neurales humanas. Si hay algo en un meme que lo hace apropiado para ser copiado por otra mente, entonces seguirá existiendo. La existencia de Dios como un meme no depende de Él, sino de la mente humana que lo copia y le atribuye algún significado.

Cada lector podrá discernir y decidir el valor de tal respuesta. De mi parte, dos puntualizaciones. La primera acotación en el ámbito de la evolución humana. La exposición del biólogo Dawkins y su célebre gen egoísta y los meme biológicos, entraña un buen resumen argumentativo en contra de la existencia de Dios: “La tendencia que conduce a una creencia religiosa tiene una explicación evolutiva”.

Ahora bien, que la creencia religiosa tenga una explicación en la evolución de la especie, no dice nada sobre si lo que los humanos denominamos como Dios existe o no existe. La o las religiones y Dios o los dioses son dos objetos de estudios relacionados pero distintos en medio de la vida humana. Tal y como suele argumentarse en los tratados de filosofía de la religiones, yo podría demostrar la falsedad de todas las creencias religiosas (supongámoslo así), pero sin por tanto poder deducir de tanta falacia la inexistencia de Dios. Se trata de dos objetos conexos: religión / Dios, pero distintos. El error o todos los errores que se quiera, así como la falta de credibilidad en una o en todas las creencias religiosas, son incapaces de desbordar por sí mismas su propio límite cognitivo y pronunciarse entonces -vía deductiva- sobre algún otro objeto del conocimiento (ejemplo, Dios y/o su existencia, definición o atributos).

La segunda acotación depende de la necesidad como algo que es consubstancial a la naturaleza humana. Y en efecto, para hablar de ella, nada más idóneo que la tradición filosófica de Tomás de Aquino. Según el pensamiento tomista, el logos humano encadena una sucesión infinita de seres contingentes, de esos que existen pero podrían no existir, de los que por azar están ahí, pues no son por sí mismos sino a lo más por otro. Inductivamente, puede ser descubierto que todos ellos carecen de suficiente razón de sí, y por tanto se desfondan y redescubren religados en un Ser infinitamente superior que justifica lo que existe.

Puede leer: Cuatro letras y una palabra: Dios, seguido de un no existe

“Todo lo que se mueve es movido por otro… Este motor mismo es movido o no movido. Si no lo es, hemos llegado a nuestra conclusión, a saber, que debemos postular algún motor inmóvil. A esto lo llamamos Dios”. (Tomás de Aquino)

Bien pudo ser esa encrucijada última del pensamiento humano entre lo suficiente e insuficiente, la razón de ser y de ser menos, lo infinito y lo finito, lo que llevó a Charles Darwin a reconocer que:

“La imposibilidad de concebir que este grandioso y maravilloso universo, con estos seres conscientes que somos nosotros, se origine por azar me parece el principal argumento a favor de la existencia de Dios”.

En cualquier hipótesis, llegados así a lo más profundo del lecho del simbólico Rubicón soy de opinión que aquí se impone la afirmación de Íñigo de Loyola, santo por demás, pues dice una verdad como un templo:

“Para aquellos que creen, ninguna prueba es necesaria. Para aquellos que no creen, ninguna cantidad de pruebas es suficiente”.

III. Insatisfacción y plenitud. En honor a la verdad, es plausible que esa verdad de Íñigo ya la supiera el docto Tomás de Aquino. Al menos, al dejar abierta otra vía de acceso humano a Dios.

“Nada que se haya creado ha sido capaz de llenar el corazón de un hombre. Dios solamente es capaz de llenarlo infinitamente”. (Tomás de Aquino)

He ahí que, sin infringir ni disputar el dominio de la ciencia y su comprensible desenfoque a propósito de un tema (Dios) que cae fuera de su dominio epistemológico, otro salvavidas puede socorrer al humano en medio de la corriente de aquel metafórico río de decisiones vitales.

Me refiero a un auxilio en el que, significativamente en el mundo occidental y no solo en él, Platón y Aristóteles, Agustín de Hipona Tomás de Aquino y hasta Arthur Schopenhauer confluyen. En el ser humano hay algo que lo trasciende en busca de sentido y plenitud. Todos, entre muchos más, encuentran vestigio del término Dios en la insatisfacción humana que culmina promoviéndonos en el amor. Por eso,

  1. “Todo acto de amor es un escalón hacia el amor de Dios”, según Platón;
  2. “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”, Agustín de Hipona;
  3. “El amor es el único futuro que Dios ofrece”, Víctor Hugo;
  4. “Al que todo lo pierde, le queda Dios todavía”, Arthur Schopenhauer .
  5. “Si nos encontramos con el deseo de que nada en este mundo nos puede satisfacer, la explicación más probable es que fuimos hechos para otro mundo”, C.S. Lewis;
  6. “Solo Dios puede satisfacer el hambriento corazón del humano”, Hugh Black; o,
  7. “En realidad, todas las cosas, todos los acontecimientos, para quien sabe leerlos con profundidad, encierra un mensaje que, en definitiva, remite a Dios”, Juan Pablo II; o sencillamente,
  8. “En el corazón de todo hombre existe un vacío que tiene la forma de Dios. Este vacío no puede ser llenado por ninguna cosa creada. Él puede ser llenado únicamente por Dios”.

Limitándome en ese recuento a quienes preceden en esa tradición occidental, pues es en la que me desenvuelvo desde siempre, “cada acontecimiento, grande y pequeño, es una parábola por medio de la cual Dios nos habla y el arte de vivir es recibir el mensaje” (Malcolm Muggeridge).

Pero, ¿cuál es dicho mensaje?, ¿qué dice? y ¿con qué Palabra está siempre al alcance del cuestionamiento y el discernimiento de cada quién?

IV. No se requiere mirar de frente al ser-ahí (“Dasein”) heideggeriano para descubrir en medio de los senderos (“Holzwege”) de tantos bosques alimentados por el agua de todos los ríos en esta tierra la verdad sentida por Carl Jung: “No podría decir que yo creo. ¡Lo sé! He tenido la experiencia de ser atrapado por algo que es más fuerte que yo, algo que la gente llama Dios».

En verdad, Dios es un asunto tan humano que “amar a una persona, es verle el rostro a Dios” (Víctor Hugo). Y, si no es por vía de la necesidad inherente a la insaciable plenitud humana, al menos siempre está aquello de Mario Benedetti: “Yo no sé si Dios existe, pero si existe, sé que no le va a molestar mi duda”. A lo cual añado desde mi rincón que cómo se va a molestar si son tantos los que incluso desde la ribera de la fe claman “creo, pero ayuda mi fe”, y, el mismísimo Jesús de Nazareth, tenido por hijo del carpintero, exclamó en el momento crucial:

“Elí, Elí, ¿lama shabaqtani?”

(“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”).

Así, pues, si tanto afanar e implorar desde el lecho de esta vida no tuviera respuesta mediante la trascendencia de la condición humana, entonces el sinsentido de la frustración obligaría a todos y cada uno de los seres que nos sabemos mortales a reconocer que estamos malformados y deshechos por un deseo natural que -en medio de la nada- nunca nos promoverá ni saciará de amor.

Ese infortunio colectivo -por sí solo insuperable, ya que se reproduce como círculo encerrado en sí mismo y sin más allá- nos vuelve paulatinamente más insensibles a Los Miserables que no amamos y a “una llama que nunca muere”. Debido a tan profunda contingencia existencial, nos encaminamos a ser los autómatas que naturalmente no somos pues, sumergidos y sin salir del metafórico Rubicón nos descubrimos incapaces de descifrar la realidad de esa palabra de cuatro letras que es Dios y, por ende, de albergar la anhelada esperanza que proponen versos tan intuitivos como los de Soledad Álvarez:

“Alégrense las criaturas porque mi Señor ha vuelto

Bendito el que viene para el amor porque hace manar jugos y savias de primavera

porque incendia mis venas y resucita lo invisible”.