POR ODALÍS G. PÉREZ
Lo dominicano como expresión sociopolítica y cultural es utilizada por el discurso de las élites neoconservadoras en aquella falacia histórica impuesta por cierta intelectualidad integrada a los diversos órdenes de la normatividad social y jurídica establecida. Dicha expresión nace en la República Dominicana a partir de una delimitación no solamente geográfica, sino política y comparativa del derecho público y fronterizo.
La existencia de una cualidad atestiguada por una determinada exégesis histórica e historiográfica, se percibe actualmente como la dominicanidad. Este concepto histórico y sociológico, domina el entorno ideológico de una intelectualidad que como ya hemos demostrado en otra parte, se adhiere en forma, contenido y simulación a las burocracias estatales, con fines de recompensa histórica y valorativa.
El tipo de práctica ideológica extendida por la intelectualidad aquí denunciada soporta los cargos del «cinismo ilustrado», tendencialmente impuesto en el país como una muestra de falsa concertación, diálogo y colaboración con el entorno intraburocrático predominante. Adquirir la posición, significa en este caso, agenciar el nombre y la seguridad de la figura histórica y emblemática.
Las estrategias teóricas y discursivas que han impuesto algunas reflexiones sobre la dominicanidad como elemento y concepto diferenciador, pronuncian y justifican la ideología de cierta intelligentsia con intereses principalmente económico-políticos. Pues lo dominicano es una actuación y una función territorial no suficientemente definida antropológica ni filosóficamente por los «teóricos» de la nacionalidad y del Estado Dominicano.
A partir de 1844, el concepto de nacionalidad-dominicanidad intenta forjarse a la luz de los héroes e ideólogos de una clase media con niveles de influencia en la comunidad epocal. El pensamiento trinitario de Duarte, Pedro Alejandrino Pina, Mella y otros, aseguran un concepto de independencia con implicaciones direccionales que habrá de imponer más tarde una reflexión romántico-democrática con perfiles liberadores. Pero esta idea de liberación e independencia no resiste frente a las otras ideas de anexión o dependencia que proliferan entre 1844-1900, esto es, en todo el período republicano y más aún, en el período post-republicano.
La vida política dominicana se debate entonces entre dos prácticas cuyas incidencias concretas «territorializan» la idea de nación, primero como identidad histórica y segundo como crecimiento dependiente. El concepto de nación promueve el sentimiento ideológico de adherencia y no adherencia a la condición dominicanista que es la de menor ventaja política y la que determinará mediante el lenguaje, los mecanismos de la traición de Estado y las injerencias de una burocracia corrompida, pero con voluntad de decisión. Esta violentada tradición se ha hecho eco en todo el periodo pre-parlamentario de un falso Estado dominicano, con las propuestas manifiestas de representantes partidistas (Báez, Santana, Jiménez, Horacio, Vásquez, U. Heureaux Trujillo) y con un determinado uso del poder económico en dichas etapas, donde sus pro-posiciones aumentaron la validez y la conservación de propósitos que niegan la dominicanidad, sustituyéndola por otros beneficios y estrategias preservadoras de la práctica y la voluntad de poder.
Las injerencias de las diversas ideologías hispánicas o peninsulares dominantes en el país, mediante acuerdos, contactos intergubernamentales y decisiones de grupos jerárquicos dominantes donde los incumbentes acuerdan lo establecido por una clase detentadora y representatativa del poder, traen como resultado una práctica política «adhesionista» con efectos en el marco ideológico de las creencias y del discurso de poder que permite los asientos dependentistas que hacen posible algún beneficio, ganancia o finalidad dominante.
El nacionalismo ingenuo de algunos teóricos de la nacionalidad, implica la antirrepresentación de sus ideologías propugnadoras de una dominicanidad ausente de fundamento teórico, ideológico, antropológico, sociológico y cultural. Su verdadero anclaje no está en la defensa del concepto mismo en su extensión, sino en las ventajas de exhibirse a través de la aceptación aparente del discurso indirecto o directo de la nacionalidad y lo dominicano. La historiografía que asegura este discurso muestra además sus estrategias de manera virulenta exhibiendo un tipo de auto-presentación a-crítica aceptable solamente por la Autoridad de criterio o Juicio de Estado y por la fe de los «notables» en la idealización del espacio de cierto pensamiento histórico.
La historiografía prooficialista reciente tampoco fundamenta de manera suficiente el concepto dominicanidad, en muchos casos, desfundado por la misma razón política predominante y por la cotidianidad. Las reflexiones sobre la razón histórica muestran en la República Dominicana un desconocimiento de la identidad, y las identidades que en la mayoría de casos se diluyen y se convierten en archivos y conjuntos de intereses clasistas, raciales, religiosos y políticos, cuyos segmentos forman parte de una trama impuesta de intereses direccionales.
Si en el discurso teórico sobre la identidad, lo diferencialmente dominicano se construye como atributo histórico preferencial, ¿por qué dicho concepto no ha sido promovido por una verdadera teoría de la historia y de la razón política? La dominicanidad es decididamente un concepto político y de una proyección epistémica abierta. Tocar lo esencialmente dominicano, significa revisar el concepto de nación, la ontogénesis patriótica, el fundamento legal y constitutivo de las decisiones y definiciones fronterizas y otras instancias jurídicas sobre la territorialidad y el sentimiento nacionalista.
El «destino dominicano» es en este caso el haz de proyectos e interacciones políticas e históricas con un sello determinado por los pronunciamientos e intereses que muestran un marco de definición que va más allá de los conceptos nación, etnia y cultura, y cuyos sustentadores aún no han aceptado a cabalidad.
La representatividad histórico-crítica de algunos teóricos de la nacionalidad, acusa una voluntad exhibicionista y autoritaria de imposición de su pensamiento, sin un acabado estudio comparativo de marcos históricos, tendencias subyacentes del pensamiento y complejos culturales que determina en última instancia el lugar de la dominicanidad entendida como concepto abierto.
La construcción de la ideología neoliberal, que en el estado y el momento de la crisis propone la búsqueda de nuestras raíces es el propósito de la crítica histórica apresurada e integracionista y cuyos modelos proporcionan herramientas debilitadas para el análisis y la crítica al concepto de nación.
Reconocer en la nacionalidad un atributo o un fundamento filosófico único es mostrar mediante argumentos ad hominem o ad verecundiam, una esencialidad históricamente vinculada a las élites dominantes y los intereses transnacionales. He ahí el comienzo de la dispersión, de la desdominicanización, de la desnacionalización. La aparente sensación de producir una crisis que se desborda a través de la mímesis ideológica, y lo que es más, la defensa de una tradicionalidad oligárquica, parece ser la pretensión de los filósofos y teóricos de la dominicanidad cuyos propósitos no van más allá del ascenso y la vanagloria, así como del «situacionismo» histórico basado en el discurso de la figura histórica y las influencias de los llamados «notables» con presencia y representación burocrática en el marco de la estructura «legal» de poder.
Todo esto parece advertir un resurgimiento posmoderno de negación de una cultura cuyos signos se afirman, se reproducen y se propagan en el contexto de la crisis histórica. Los relatos historiográficos propiciados por el quehacer histórico o historiográfico tradicional (Del Monte y Tejada, José Gabriel García, Gustavo A. Mejía Ricart, Bernardo Pichardo), constituyen el punto de partida para la elaboración de algunas escatologías históricas cuyo fundamento no es ni la razón ni el análisis, sino la desmesura propia de lo que la historia antigua conoce con el nombre de terateía. Frente a este quehacer historiográfico nace otro tipo de relato que se convierte en hiper-relevancia de la figura histórica (Joaquín Balaguer, Marino Incháustegui, Manuel Arturo Peña Batlle, Ramón Marrero Aristy, Emilio Rodríguez Demorizi, Máximo Coiscou Henríquez), para de esta manera crear un pensamiento propiciatorio de la dependencia hispánica a la vez que de una marcada defensa de la razón histórica dominicana mediante la caracterización particularista de la idea de nación «enunciada» y «manchada» por una práctica migratoria cuyos efectos posteriores serían la matanza del 38 y la de Palma Sola en 1962, y, la consecuente persecución a los enemigos de la nacionalidad dominicana y de la República, esto es, haitianos y negros.
Frente a este discurso historiográfico empieza a gestarse otro tipo de práctica teórica e ideológica, así como otra dimensión analítica de los signos históricos que intentan subvertir el pensamiento historiográfico tradicional (Fernando Pérez Memén, Rubén Silié, Hugo Tolentino Dipp, Fernando Ferrán, Orlando Inoa, Franklin Franco, Juan Isidro Jimenes Grullón), y cuyo anclaje es la materialización del significado cultural, sustituyendo el «hecho» histórico por la visión particular y general de las estructuras significativas. Este discurso fundamenta una nueva práctica científica del quehacer histórico, partiendo del método documental y particular-empírico. La prueba y la verificación sociológica y crítica, así como la observación, el diseño de datos y la construcción de paradigmas, constituyen en parte la metodología histórica de esta última generación de historiadores y sociólogos.
Una sintaxis histórica y cultural cuyo soporte epistemológico puede advertirse en la práctica de análisis llevada a cabo por esta última generación de historiadores, sería el marco relacional más acertado de los signos y secuencias que globalizan y particularizan una nueva razón política e histórica, diversificada y reconocida en el espacio de la cultura dominicana. Sin embargo, no existe un programa explícito de investigación cultural con propósitos transparentes tendentes a una transformación teórica verdaderamente rigurosa y crítica con un movimiento positivo dentro de la recesividad histórica y cultural.
El análisis y estudio de las instituciones culturales reviste un conocimiento particular dentro de la interacción política y en la cultura del signo-objeto cultural.
Creemos que es en este tipo de inflexión histórico-antropólogica y crítica, donde debe imponerse una verdadera búsqueda y estudio de las identidades dominicanas, elaborándose permanentemente los datos y las ideas que afirmen la ontogénesis o filogénesis del dominicano en su perspectivas y valores y no solamente en el espacio de la crisis, la decadencia y la cotidianidad. Pues en cada caso la idea de nación no se impulsa a través de una exhibición elitista y «pura» cuyos efectos indeseables bloquean la direccionalidad de todos los valores que integran nuestras identidades.
Desenterrar las ideas y desempolvar manuscritos para enmarcar desde un autoritarismo propio de la clase dominante y de cierta oligarquía con planes transnacionales, es un plan con doble mirada. Por un lado la nación se sostiene mediante un fundamento localista y por otro lado dicha idea se construye a través de una obliteración y estancamiento con resultados triviales. Esta última idea intenta rescatarse partiendo de los intereses económicos y culturales de la intelectualidad neoliberal portadora de una lógica de la dominación y de un discurso integrado a las formas de explotación, acción y ejecución neoconservadoras y posmodernas.
El concepto de identidad y el proyecto de afirmación de la dominicanidad vistos desde la ideología de la dominación cultural y política, resultan de una lectura invertida de los valores y contravalores que arrastran consigo ambas determinaciones. Pues la instrucción eminentemente exploratoria reformulada por la última generación de sociólogos e historiadores y culturólogos dominicanos admite una interpretación divorciada de las modas e ismos que no aclaran la función ni el comportamiento de las estructuras hitóricas autóctonas, ni de la diversidad cultural dominicana, sino que, más bien, prometen una investigación diasincrónica de las totalidades históricas y de las formaciones ideológicas y significantes.
Del historicismo a la crítica de los fundamentos. He ahí el proceso abarcante de una concentración histórica propiciatoria de un nuevo modo de escribir la historia, de operar en el campo de las estructuras significativas y de las formaciones históricas internas y externas. Pero también es en esa direccionalidad críotica donde salta en pedazos la ideología «segregacionista» y elitista de la inscripción histórica dominante.
La República Dominicana es un espacio político-económico integrado por un conjunto social, racial y cultural heterogéneo y donde su definición debe conocer, previo análisis de muestras y acciones, las diversas formaciones tópicas y combinatorias de su entorno. Formular «teorías» sobre la cotidianidad y sobre el «ser del dominicano», exige de investigadores capaces, dedicados e interesados en el reconocimiento de formas particulares configuradoras de los valores y de la génesis social del dominicano en su evolución cultural. El intelectual investigador de esta particularidad cultural, debe disponer de los instrumentos probados en el análisis experiencial y cualitativo, para de esta manera asegurar resultados que se impongan por la validación categorial y funcional de dicho análisis. En la República Dominicana la teoría de la historia, así como la filosofía de la cultura dominicana, existen como regiones del saber general que aún esperan por estudiosos que deseen penetrar sus territorios. Una tendencia muy marcada en la crítica histórica y sociológica dominante es la imposición de criterios a través de consensos grupales y elitistas, pretendiendo valorar, solamente a través de intereses personales, familiares, económicos, y académicos, que en la mayoría de los casos, nada tienen que ver con las realidades históricas.