IV. Razón y pasión.
Hume pasó buena parte de su vida denunciando lo que años más tarde sería cifrado por Moore como “la falacia naturalista”: la extralimitación que significa pasar del conocimiento empírico en el mundo natural (ese del que solo es conocida una serie indeterminada de eventos particulares de índole sensorial) a la proyección o suposición conclusiva de algo o de alguien que, aunque no es de dominio empírico sino sobrenatural, debiera ser o existir.
Ahora bien, si bien es falazmente inconsecuente e ilógico entresacar de la realidad del conocimiento empírico alguna suposición sobrenatural de raigambre ética o religiosa, entonces del razonamiento de Hume se siguen al menos dos conclusiones importantes.
a. La primera me parece incuestionable por ser obvia. A primera vista, el pensamiento empirista de Hume permanece enclaustrado en sí mismo, incapaz de superar las fronteras autoimpuestas de lo empírico. Ir más allá del mundo sensorial de las impresiones y sus ideas resulta imposible. Podremos desear, querer, creer, opinar, imaginar todo lo presupuesto o querido; pero se trata de un esfuerzo fallido en la medida en que tanta pretensión carece de la experiencia de una totalidad o todo causal que sirva de sustento a cualquier deducción no fundamentada exclusivamente en lo naturalmente perceptible.
En definitiva, no hay falacia deductiva que explique la imperceptibilidad de lo irreal.
b. La segunda conclusión es menos simple, pues aborda una paradoja. Si bien la escuela de pensamiento humeano retrotrae todo fenómeno a su realidad sensorial pasada y/o presente, no por ello su enclaustramiento termina prisionero de los sentidos, como si estuviera en la cárcel -perdón, caverna- de los sentidos platónicos. Mientras para Platón el oscuro antro de la caverna tiene una salida de escape: la contemplación de las ideas, para Hume la salida es doble: de índoles lógica y existencial.
- Lógica, porque Hume era consciente que la naturaleza humana era más que su conocimiento empírico. Y lo sabía, ante todo, ateniéndose a sus propios criterios epistemológicos: a falta de una conceptualización empírica y causal de lo universal, resulta inconsecuente concluir taxativamente -tras analizar de manera inductiva una serie particular de hechos, cada uno de estos experimentado en su respectiva singularidad- que `todo´es y seguirá siendo idéntico a lo ya conocido en dicha secuencia inconclusa de evidencias particulares.
Así, pues, el autor del Tratado de la naturaleza humana no se encierra en un empirismo craso, pero tampoco se contradice a sí mismo. No se encierra debido a que, para ser verdadero, el pensamiento humeano ha de permanecer continuamente abierto a lo próximo, a lo que sigue por ahora como otro y desconocido, en concordancia con la serie indedeterminada de particulares fenómenos sensoriales que son los únicos objetos del conocimiento humano. En ese tenor Hume no prejuzga lo que ignora y está por venir -eso que eventualmente aún no aparece en la concatenación de fenómenos perceptibles. Y, por añadidura, tampoco se contradice a sí mismo ya que elude caer en las garras metafóricas de la falacia naturalista para adentrarse irreflexivamente en el desconocido mundo sobrenatural.
- Y existencial, pues la exposición humeana dista de ser una variante del racionalismo occidental, perdida como está en la intrascendencia de su propia razón. El ser humano sale de caverna de su propia ignorancia gracias a sus pasiones. Eso así dado que con más de un siglo de antelación a Federico Nietzsche, el filósofo escocés ya había delimitado la envergadura de la razón. Su dictum es tan preclaro como tajante:
“La razón es y solo debe ser esclava de las pasiones.”
La labor de la razón, en los escritos de Hume, está articulada con las pasiones. En la eterna lucha de sobrevivir y multiplicarse que ha dado sentido a todo lo vivo, las pasiones son una especie de certeza evolutiva más que un fenómeno institivo, mucho más cercano a un aprendizaje evolutivo que a un impulso instintivo.
El señorío pasional se asienta en el hecho de que solo él marca fines a la razón del ser humano. Si bien la razón discierne entre los medios, sus cálculos y conveniencias para alcanzar objetivos o propósitos, intermedios o últimos. Sin embargo, esos fines no son dictados ni elegidos racionalmente, sino pasionalmente. La razón no domina las pasiones, estas esclavizan, subordinan, subyugan, la inteligencia racional carente por sí sola de metas y fines.
Así, pues, a pesar de su valor instrumental, la razón por sí sola es incapaz, inoperante e inútil para proponer a cada sujeto humano las metas o fines que cada uno persigue. Dictar las metas finales e instrumentales es privilegio exclusivo de las pasiones soberanas, no de la razón que por sí sola está como el `Homo sapiens de Harari que, al final de su recorrido vital, ni siquiera sabe hacia dónde va.
Ahora bien, si deslindar el ámbito de los fines y de la finalidad última del mundo natural es dominio exclusivo de las pasiones, -no de la razón empírica-, el pensamiento humeano desata antes del Zaratustra nietzscheano esta alternativa: o bien (i) la razón occidental continúa entronizada como ama y señora del mundo natural, en vuelta en dimes y diretes -sin propósito objetivo ni fin a la vista; o (ii) ella se somete como esclava de las pasiones que la impulsan y motivan hasta el objetivo final.
En aquella primera alternativa, -(i) seguir dando tumbos, como dice la expresión popular, sin ton ni son-, la supuesta razón deviene un verdadero Tifón: leviatán de cien cabezas -reconocido así en el mundo inferior de la mitología griega (nada que ver con el bíblico)- que dinamiza mitos urbanos e ideológicos del presente mientras el verdadero logos permanece oculto tras meras opiniones subjetivas e infinitas versiones y relatos parciales e inconclusos.
Sin embargo, en la segunda alternativa -(ii) la razón sometida a los dictados de las pasiones- la tradición humeana del pensamiento occidental respalda aquello que hay de más certero en la naturaleza humana: la consecución de la finalidad última del mundo natural, tal y como establecen las pasiones de la razón.
En esa segunda alternativa, entusiasmos, afectos, emociones, propensiones, atracciones, ímpetus, preferencias, sensualidades, apetitos e intereses, pasionales todos, ordenan el proceder racional, mientras la razón actúa en el terreno del discernimiento de los medios para alcanzar los fines con que las pasiones la someten. La o las elecciones finales que asumimos corresponden a los éxtasis que padecemos y no a la razón instrumental –práctica´ dirá años más tarde Kant,
datista´ diríase hoy- en la medida en que solo aquellos rompen las cadenas, tanto del normativo moralismo de antaño, como de la inutilidad de una inteligencia artificial ajena a toda verdad.
Así, pues, David Hume, gracias a ese estricto empirismo que reconoce que los invidentes de nacimiento no conocen de colores, nos libera al mismo tiempo, de tantas falacias ideológicas de esas que cada instante pululan en el mundo contemporáneo, como de exigencias fundamentadas en un racionalismo moralizante fuera del límite natural e, igualmente, de supersticiosos dogmatismos religiosos dependientes de irreales eventos sobrenaturales.
De ahí que ciertamente el futuro de lo que conocemos empíricamente no esté escrito; tampoco el desenlace político y ético de nuestro régimen de derechos y libertades, y ni siquiera nuestros objetivos y finalidades. La supervivencia de la libertad no tiene por qué ser un simple continuum de lo mismo que nos garantice el porvenir inmediato; tampoco el de la democracia y aún menos el del planeta tierra y su era de los homínidos con la égida del primate inteligente por excelencia. No existe el conocimiento acabado de tal secuencia continua al infinito, al margen de que aquel tiempo está en entredicho por la automatización e inteligencia artificial y sabe quién si alguien o algo más.
Por ende, valga esta postdata. Reconocer y redimensionar las pasiones a las que nuestra razón ha de obedecer no consiste en reducir aquellas a mero Lazarillo de Tormes de esta. Y por eso conviene dejar de creer que dos más dos son y siempre serán cuatro, que blanco y negro no se confundirán o que el bien y el mal constantemente se repelerán; pues -a la espera de la consecución del último fin de la naturaleza humana tratada por David Hume- sabemos desde tiempos del Estagirita aristotélico que lo posible puede llegar a ser, por inesperado o sobrenatural que esto sea, nos parezca o lo creamos.