“Los filósofos se han tornado preciosistas, lanzados a disquisiciones existenciales que junto al volcán parecen ridículas”. Pablo Neruda, Confieso que he vivido.
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Comprender:
darse cuenta. Darse cuenta: adquirir conciencia de algo o de alguien. Tomar conciencia de las cosas.
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Conciencia subjetiva:
conciencia de sí. Conocimiento de uno mismo: tener una conciencia cada vez más profunda de lo que ya se sabe. Por tanto, no sólo conciencia de sí, sino también conciencia de lo ya sabido.
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La vivencia de la realidad. ¿No será la realidad otra cosa que pura construcción? Lo que llamamos “realidad” no es tal si no distinguimos entre la realidad y la experiencia de la realidad, que es también realidad. De ahí que nos resulte imposible separar la realidad de la experiencia o la vivencia de ella.
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¿Hasta qué punto la experiencia personal puede convertirse en experiencia común y compartida?
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Vemos siempre el pasado en retrospectiva, desde nuestro estado de ánimo presente. Pero no lo vemos nunca como es, o como fue. Lo vemos –o, mejor, lo recordamos- siempre borroso, difuminado, deformado por la mirada sesgada del presente. El pasado nunca es del todo lo que recordamos, pero tampoco como lo recordamos.
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Cuando miro hacia el pasado, ¿Qué veo? ¿Cuál es la verdadera esencia de la memoria?
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Mirar con la perspectiva del tiempo transcurrido, mirar de forma retrospectiva es mirar desde el presente. Pero el presente es siempre fugaz, efímero, inasible; está sucediendo continuamente, está siempre fluyendo. Mirar el pasado desde el presente no puede ser sino mirar desde lo perpetuamente móvil, movedizo y mutable.
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Introspección: dirigir la mirada hacia el interior de sí mismo. Imposible: todo se vuelca hoy hacia lo exterior.
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El contraste entre conocimiento y vida, que obsesiona al filósofo, tiene su correlato en la dicotomía entre arte y vida, que desgarra al artista.
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El dato básico, la evidencia, el conocimiento que parte de la experiencia de los sentidos. Lo que es frente a lo que debe ser. El dato primario -ese estar en el mundo- frente a la construcción teórica: la realidad que hay que cambiar.
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¿Comprender a través de los nervios y no de la inteligencia?
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Vivir: habituarse. Nos hemos habituado tanto al mundo que éste nos ha dejado de asombrar. Se nos ha hecho habitual, aun con todo lo atroz y abominable que carga consigo. Ya no nos duele ni nos sorprende: nos hemos vuelto indolentes e indiferentes. El hechizo del mundo toca a su fin.
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El asombro original en los niños, su capacidad de asombrarse ante el mundo y las cosas nuevas, nos supera con creces. Todos los niños pequeños tienen esa capacidad. Los adultos, en cambio, con la experiencia de la vida y los años, la perdemos irremediablemente. Crecer es des-asombrarse, no extrañarse, dejar de sorprenderse por el mundo y sus cosas. Los filósofos, seres perpetuamente perplejos, intentan volver a despertar en nosotros esa capacidad de asombro perdida, algo esencial para la vida. ¡Noble intento el de los filósofos!
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Vivir una vida despierta, curiosa, inquieta. Modo recomendable de mantener el alma libre, el espíritu crítico y la mente sana.
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A un filósofo se le reconoce en el hecho de que jamás pierde la capacidad de asombro, en que nunca deja de asombrarse del mundo, ni de la vida que le ha tocado vivir. Dejar de asombrarse es habituarse al mundo, al orden natural de las cosas, y un filósofo jamás se habitúa del todo al mundo, pues éste le sigue pareciendo un lugar extraño y misterioso, incluso atroz y desmedido. El filósofo mantiene siempre la conciencia atenta y despierta.
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Por más vueltas que les demos, hemos de aceptar finalmente, sin mayor pesar, que la vida y la muerte son como las dos caras del mismo asunto. Cara y cruz de una moneda. ¿Por qué mirar sólo un lado de ella?
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El intelecto, tan desdeñado en estos tiempos infames de odio a la inteligencia y la cultura, siente necesidad de ser lo que es, siente necesidad de filosofar. La filosofía es constitutiva, necesaria al intelecto. Pero no se reduce a mera operación intelectual.
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Si algún mérito tiene aún hoy para mí la filosofía es justamente el arrancarme del absurdo cotidiano para colocarme de repente ante los grandes problemas cósmicos, que coinciden con los grandes interrogantes de la vida, de mi vida. Y ese solo hecho ya la valida.
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Las escuelas y las universidades han renunciado hoy a toda vocación de enseñar, de transmitir y producir saber. Y ni que decir tiene de pensar críticamente. Se han convertido o bien en inútiles y obsoletas instituciones del saber, o en maquinarias burocráticas, o en meras extensiones de la política y los negocios. Las academias parecen hoy empresas o partidos políticos invadiendo los campus. Ya no enseñan: sólo simulan enseñar.
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La enseñanza universitaria hoy: simulacro de pedagogía. Pedagogía del simulacro.