A nadie deben sorprender las atrocidades de la colonización del Nuevo Mundo a manos de tripulaciones conformadas mayoritariamente por ex-convictos, los únicos que no tendrían nada que perder en un mundo que se asumía como cuadrado y donde lo barcos al llegar al borde se despeñarían.
El apocalíptico e incendiario Sermón de Fray Antonio de Montesinos sacudió de tal modo la entonces colonia de La Hispaniola que provocó una Junta de Teólogos y Juristas, celebrada en Burgos en 1512. Nada hay que añadir entonces a lo que fueron las palabras de un testigo presencial de las atrocidades, ni confundir lo que fue la colonización con el proceso cultural que protagonizaba España, y que holandeses y franceses trataron de minimizar por todos los medios.
Así lo relata Alberto Gil Ibáñez, en un ensayo sobre «La Escuela de Salamanca: La Atenas Hispana», en la revista Diplomacia Siglo XXI, donde afirma: «Si los barcos de Colón y Elcano produjeron la primera globalización política y económica, los filósofos de Salamanca la acompañaron con el adecuado soporte intelectual y doctrinal».
Salamanca, afirma «fue una segunda Grecia, la nueva Atenas y la nueva Roma, pues sus autores actualizaron y «revisitaron» la filosofía griega y el derecho romano, dando pie al nacimiento del pensamiento moderno’. ¿Por qué no nos hemos enterado? «por la leyenda negra hispanófoba» que planteaba que «España no podía/debía aportar nada relevante al mundo», según la Enciclopedia francesa, pero también: «la obsesión protestante de denigrar a todo pensamiento que pudiera venir del mundo católico».
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Erasmo de Rotterdam, en su Elogio de la Locura, describe con juicios despectivos a los teólogos españoles, aunque estos, según Ibáñez, practicaban su mismo método de «reflexión crítica», examinando todo planteamiento desde puntos de vista opuestos con el objetivo de llegar a una solución inteligente y científica compatible con la razón humana» y desde luego, con la fe cristiana. En ese campo, todavía goza de vigencia, y de prestigio, Santo Tomás de Aquino.
También según Ibáñez, desde el surgimiento de la Universidad de Salamanca, en 1526, los escolásticos españoles deberían llamarse «neoescolásticos» o «los primeros filósofos modernos» de la humanidad, los cuales procedían de las dos órdenes religiosas que tenían su sede en la universidad: los dominicos y los jesuitas. En Salamanca también se creó la Escuela de Traductores de Toledo, que «reintroduce el pensamiento griego en Occidente a través de traducciones árabes».
España también contaba con uno de los más antiguos Estados de derecho de Europa y América, recogiendo en la Carta Magna Leonesa de 1188 el derecho tradicional y lo «mejor» de otros fueros nuevos, entre ellos «la invulnerabilidad de la propiedad», la «inviolabilidad del domicilio y la paz de la casa» y el rol de los letrados como salvaguarda contra «el capricho y abuso de la autoridad», constituyéndose, con las «Siete Partidas» de Alfonso X el Sabio, en «uno de los corpus jurídicos con mayor prestigio de la Edad Media».
En España se publica la primera Biblia Políglota y en la Universidad de Alcalá, se inaugura una revolución en la Escolástica defendiendo el derecho a dudar…»Que Dios bendiga cada rincón de una duda»: así como se firmó en Tordesillas, un Tratado que se considera como «el primer instrumento jurídico de Derecho Internacional.
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Por eso afirma Ibáñez que «la edad moderna no empieza con la invención de la imprenta o con la caída del Imperio Romano, sino con el encuentro de dos mundos» en 1492: y «la elaboración de un sistema de pensamiento universal aplicable en todos los aspectos de la vida humana, desde la teología al derecho, de la economía a la política, de la filosofía a la ciencia».
El ensayo de Ibáñez va aún más lejos, demostrando cómo Domingo de Soto fue el primero en descubrir las leyes de la gravedad que luego popularizaron Galileo y Newton. Que a los Teólogos de la Escuela Salmantina se deben las principales aportes doctrinales del Concilio de Trento y la doctrina social de la Iglesia católica, y el «liberalismo político», cien años antes de Locke, mediante el cual Juan de Mariana establecía el límite del poder del Rey, «sosteniendo que si bien la soberanía era de origen divino, de Dios derivó en el pueblo y era el pueblo el que delegaba ese poder al monarca pudiendo arrebatárselo si no cumplía sus deberes». Un antecedente del Contrato Social de Rousseau.
Mariana también plantea las reglas del arte de gobernar donde (y permítanme sonreír) «recomendaba que todos los funcionarios del rey, antes de ocupar sus cargos, presentaran un inventario de sus bienes, debiendo ser auditados para que al tiempo de la visita diesen por menudo cuenta de cómo habían ganado lo demás»; y, (otra sonrisa), criticaba la inflación que perjudica de manera especial a los pobres, defendiendo el principio rector de una sana política fiscal: «Debe ante todo procurar el príncipe que, eliminados todos los gastos superfluos, sean moderados los tributos…los gastos públicos no sean mayores que las rentas reales, a fin de que no se vea obligado a hacer empréstitos ni a consumir las fuerzas del imperio en pagar intereses que han de crecer día a día». («Del Rey y de la Instrucción Real»).
Es la otra España, la que no conocemos.