Hace más de 30 años que dos reputados economistas, Rudiger Dornbusch y Sebastián Edwards, escribieron un libro titulado The Macroeconomics of Populism in Latin America, en el que definieron el populismo como “un enfoque de la economía que enfatiza el crecimiento y la redistribución del ingreso y resta importancia a los riesgos de inflación y financiamiento deficitario, restricciones externas y la reacción de los agentes económicos a políticas agresivas fuera del mercado”.
En función de esa definición los gobiernos de Perón en Argentina (1946-1955), Getulio Vargas en Brasil (1934-1945), Alan García en Perú (1985-1990) y de Salvador Allende en Chile (1970-1973), entre otros, fueron catalogados como populistas.
Sin embargo, la definición de Dornbusch y Edwards resulta hoy inadecuada para explicar el fenómeno populista que se está produciendo en una parte importante de los países del mundo. Distinto al populismo económico, existe el populismo político, que se caracteriza por un discurso que promueva la división social y tiende a polarizar la sociedad, fomentando la creación de una dicotomía entre «el pueblo» y «la élite». Esta división puede debilitar el tejido social al promover la desconfianza y el antagonismo entre diferentes grupos de la población, exacerbando tensiones sociales y étnicas.
Puede leer: Haití, un proyecto des-construido
Esa situación es notoria en los países desarrollados en donde la globalización ha transformado el panorama político, social y cultural. El tema migratorio, la creciente desigualdad real de riqueza e ingresos entre las elites y las masas, y el agravamiento de la situación social de las clases medias son, principalmente, los temas vitales para entender el populismo en esos países.
El populismo político ataca a las instituciones democráticas. A menudo, los líderes populistas deslegitiman las instituciones democráticas establecidas, como el poder judicial, los medios de comunicación independientes y los sistemas de control y equilibrio, retratándolos como enemigos del pueblo. Esto conduce a la erosión de la confianza en la democracia y les abre la puerta a tendencias autoritarias.
El único concepto central en el populismo es “el pueblo”, cuyo referente sigue siendo esquivo, un significante vacío, incoloro e inodoro y, con frecuencia, buscan concentrar el poder en sus manos, debilitando los controles y equilibrios que son fundamentales para la democracia. Esto puede conducir a la erosión de la separación de poderes y al debilitamiento de las instituciones democráticas.
Asimismo, los líderes populistas suelen recurrir a la simplificación excesiva de los problemas políticos y sociales, presentando soluciones rápidas y atractivas que pueden carecer de fundamentos sólidos o viabilidad a largo plazo. Esta simplificación puede llevar a políticas mal concebidas que no abordan las complejidades de los desafíos que enfrenta una sociedad.
También, el populismo político tiende a apelar a las emociones y sentimientos de la gente, en lugar de a argumentos racionales y datos objetivos. Los líderes populistas pueden aprovechar el miedo, la ira o la frustración de la población para consolidar su apoyo político, manipulando las emociones para obtener ventaja política.
Por otra parte, los populistas reducen el debate político a un enfrentamiento entre el líder populista y sus críticos, limitando así la diversidad de opiniones y obstaculizando la deliberación racional sobre políticas públicas.
Al llegar a este punto conviene dejar claro que el populismo no es una ideología. Como lo señaló Andrés Velazco, ex ministro de Hacienda en el primer gobierno de Michelle Bachelet, el populismo no pretende ofrecer «respuestas complejas [o] completas a las cuestiones políticas que generan las sociedades modernas». Por esa razón son posibles los tipos de populismo tanto de derecha como de izquierda que estamos viendo en el mundo de hoy.
Isaiah Berlin, uno de los principales pensadores liberales del siglo XX, utilizó la metáfora del “complejo de Cenicienta” para argumentar que el populismo era una especie de zapato que se adaptaba a multitud de pies, pero que no encajaba perfectamente en ninguno de ellos.
Vale coincidir con otros planteamientos de intelectuales que sostienen que el populismo es un cascarón vacío, lleno de contenidos sociales cambiantes y pasiones públicas volátiles dictadas por una coyuntura política determinada. El único concepto central en el populismo es “el pueblo”, cuyo referente sigue siendo esquivo, un significante vacío, incoloro e inodoro. Con sabor a casi nada.
Es bueno estar claros y desentrañar la verdad subyacente del populismo político.