Discurso del Dr. Balaguer a raíz del estallido de la Revolución

Discurso del Dr. Balaguer a raíz del estallido de la Revolución

Joaquín Balaguer

Dos semanas después del estallido de la revuelta de abril de 1965, el Dr. Joaquín Balaguer, desde su exilio en Nueva York, dirigió un mensaje donde rechaza la intervención de organismos internacionales, especialmente la OEA, de constituir una fuerza militar con beneficio de cumplir una misión de policía en territorio dominicano.

En el mensaje, el líder político favorece que se cree un Gobierno de Unidad Nacional, “constituido por hombres de todas las tendencias, para que podamos proclamar que ya en nuestro suelo reina la paz y que hemos dejado de constituir una amenaza para la democracia del continente”.

A continuación, una glosa del discurso pronunciado por Balaguer en Nueva York el 12 de mayo de 1965, y publicado en la revista Ahora del día 29 del mismo mes y año.

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Compatriotas:

“No es sino con un dejo de vergüenza que pronuncio este nombre que hasta ayer nos sentíamos patrióticamente orgullosos: el de dominicano. Nuestra bandera está otra vez mancillada. En nuestro cielo, cubierto por densas nubes de borrasca, no ya el sol que iluminó el sable de Duvergé en “El Número” ni el de José Joaquín Puello en Estrelleta. El pan escaso que comíamos ayer, aunque humedecido muchas veces por las lágrimas que se vierten cuando se vive en la desnudez y en la pobreza, nos lo llevamos hoy a la boca al arrullo de las cadenas. Mientras tanto, ¿Qué hacemos nosotros, los dominicanos de las generaciones actuales? Disputarnos, sobre el cadáver de la Patria los despojos de la República. Traicionar la memoria de Duarte, escarnecer el sacrificio de Sánchez, cerrar los oídos para no escuchar el estampido del trabucazo con que Mella sacudió la conciencia nacional para convocar a la lucha por el rescate de sus libertades conculcadas.

Mientras la patria perece, su suelo es sacudido insensatamente por el fragor de la lucha fratricida. La locura de las pasiones políticas nos ha llevado hasta el extremo de olvidar que ningún dominicano digno de ese nombre puede prestarse a descargar el plomo mortífero de las bombas y de las ametralladoras sobre mujeres y niños inocentes que no son responsables de los errores ni de los delitos ajenos. Hemos regresado, en una palabra, no sólo a los tiempos nefastos en que el país se desangraba entre los incendios de las guerras civiles, sino también a los días de la barbarie nazi. Cuando aparecieron por primera vez sobre el cielo de Londres las máquinas homicidas con que se pretendió doblegar el heroísmo de los ejércitos que luchaban en tierra británica por la causa de la libertad y por la supervivencia de la civilización humana.

Desatada ya la barbarie, y colocado el país sobre el charco de sangre de la guerra civil, lo que está en juego no es un principio, aunque ese principio sea tan sagrado como el de la intangibilidad de la Constitución de la República, sino que lo que se halla en peligro es la vida misma del pueblo dominicano. Lo que en estos momentos debe importarnos no es salvar la Constitución de la República, asaltada a mano armada por un grupo de malhechores políticos, sino la necesidad imperiosa de devolver a la patria su dignidad como país pequeño pero heroico, endeudado hasta la exageración, pero celoso de sus fueros como nación soberana. El hecho aterrador es que nuestro país se halla intervenido. Lo que el patriotismo nacional nos impone, pues, a todos, sea cual sea el bando a que nos encontremos afiliados, y sea cual sea la santidad de la causa que defendamos, es unirnos para rescatar a la patria de su presente estado de mediatización y de ignominia.

Nuestro país, en los momentos actuales, es una pobre Cenicienta, entregada al escarnio internacional y convertida en el ludibrio de América. Hombres prominentes, con fama de mentores de la democracia continental, como José Figueres, han abogado públicamente porque en nuestro país se erija un fideicomiso semejante al que las Naciones Unidas mantienen en algunas colonias que todavía no se consideran aptas para el ejercicio de la autodeterminación en un mundo en que ese don precioso se ha otorgado hasta a las tribus de la Indochina. En ciertos círculos internacionales, tanto de América como de Europa, se ha mencionado en estos días la posibilidad de que el futuro Gobierno de nuestro país funcione bajo la asesoría del expresidente de Venezuela Rómulo Betancourt y del exgobernador de Puerto Rico Muñoz Marín.

Todas las fórmulas que se han inventado para mediatizar a los pueblos que han permanecido rezagados en la evolución política de los últimos tiempos, se han recomendado para la República Dominicana. Se olvida adrede, en los conciliábulos de la diplomacia extranjera que nuestras crisis son las mismas crisis por las cuales han pasado todos los pueblos del mundo y, en particular, los de América. No hay uno solo de nuestros pueblos donde la juventud no haya sido triturada por la locura de las guerras civiles. Pero todos esos pueblos, sin excepción, han salido a la postre de esa dura experiencia con más vigor en las instituciones y con virtudes cívicas más firmes y más acrisoladas. Francia misma, antes de adquirir la madurez de que hoy se enorgullecen sus instituciones republicanas, tuvo que pasar a través de ocho largas décadas por las violencias del Terror, por los años confusos del Directorio, por la ascensión de Napoleón al trono imperial en 1804, por el segundo imperio y por el desastre de Sedán, hasta alcanzar en 1870 la estabilidad con la Tercera República.

Sería ociosa toda consideración acerca de los motivos que han servido de base a la Organización de Estados Americanos para autorizar la formación de una fuerza militar a la que se ha atribuido el derecho de cumplir una misión de policía internacional sobre el territorio dominicano. Por legítimos que sean esos motivos, lo cierto es que nuestra bandera ha sido ofendida y que el honor de la patria está hecho girones. Urge, en consecuencia, deponer todas las ambiciones, y renunciar a todo apetito de mando para que se cree un Gobierno de unidad nacional, constituido por hombres de todas las tendencias políticas, para que podamos decir a la Organización de Estados Americanos que ya en nuestro suelo reina la paz y que ya hemos dejado de constituir una amenaza para la democracia del continente y un punto vulnerable por donde el comunismo podría infiltrarse para poner en peligro su seguridad colectiva.

No es hora de omitir ningún sacrificio en aras de la causa nacional. Que la política no asome su cabeza de Medusa en el sombrío panorama en que hoy se debaten los destinos de la República. Que los que defienden la constitucionalidad como los que invocan, para combatirla, la asechanza con que el castrismo gravita sobre el destino de la inmensa mayoría de los pueblos latinoamericanos, olviden sus apetitos, depongan sus intereses, por legítimos que sean, y busquen un terreno en que la avenencia sea posible y en que la patria se levante más fuerte que todos los resentimientos, más grande que todos los rencores, y más poderosa que el huracán de odios que nos está lanzando a todos como aluviones humanos a la destrucción voluntaria.

Compatriotas: o nos unimos o perecemos. Necesitamos acercarnos para salvar a la República del caos, para rescatar los fueros sagrados de nuestra soberanía hoy mediatizada, para disfrutar, sobre una tierra libre, de los beneficios de un Gobierno estable que labore por el bienestar de todos los dominicanos y que nos permita vivir bajo un régimen de convivencia democrática donde haya justicia para nuestras masas desnudas, pan para nuestros niños hambrientos y seguridad para todos los hombres de trabajo. Pero, sobre todo, dominicanos, no perdamos la fe en la resurrección de la patria y en sus destinos imperecederos. Nuestro pueblo, aunque vestido de harapos, tiene derecho a la libertad. ¿Qué puede la Organización de Estados Americanos pedir a nuestro país que nuestro país, a pesar de su pequeñez y su pobreza, no ofrezca en abundancia? Los que en el seno de esa Organización hablan de someter al pueblo dominicano a un régimen de tutela internacional, olvidan que nuestro presente de miseria es solo una nube pasajera que ensombrece pero que no destruye nuestros destinos inmortales. ¿Quieren esos señores heroísmo? Pues ahí están, formando legiones innumerables, los esforzados paladines que en todo tiempo supieron ilustrar con sus hazañas los fastos militares de la República. Piden sabiduría. Que levanten entonces los ojos hacia las sombras doctorales que pueblan los claustros maternos de nuestra vieja Universidad, de esa noble Casa de estudios que en plena era colonial sembró la semilla de la cultura en medio continente y cuyos cuatrocientos años de luz la consagran para la eternidad del espíritu y para la eternidad del pensamiento. ¿Desean, en cambio, santidad? Que acudan a las páginas de nuestro pasado para que vean desfilar por ellas a muchos apóstoles de la piedad y la oración que no sólo fueron impertérritos confesores de la fe sino también patriotas inmaculados que supieron golpear el pórtico de la historia con la ancha palma de los mártires.

En un pueblo, señores, que tiene semejantes antecedentes, todo eclipse de la libertad está llamado a ser pasajero. Pero es de nosotros mismos, más que de las bayonetas extranjeras, que depende el destino de la patria. Basta, para que la República sea nuevamente dueña de sus destinos, sin interferencias foráneas en sus problemas domésticos, que dejemos caer la venda que ciega nuestros entendimientos y que nos envolvamos en los pliegues de la bandera nacional para jurar el olvido de nuestras ambiciones políticas y de nuestros odios intestinos sobre las cenizas de los Padres sacrificados”.

¡Que Dios, señores, nos ilumine, y que el infortunio de la Patria nos una!

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