En un mundo cada vez más concienciado con la sostenibilidad y el uso responsable de los recursos, la idea de que un producto esté diseñado para fallar cuanto antes es, cuanto menos, contradictoria.
Por: Delia Alonso
Es probable que a todos nos haya pasado: compramos un teléfono nuevo y, pasados un par de años, empieza a fallar. Da igual si lo usamos mucho o poco, si lo cuidamos o no: las actualizaciones cada vez llegan más tarde y peor, sus herramientas dejan de funcionar y, al consultar con el proveedor, nos dicen que la reparación saldría más cara que uno nuevo, por lo que acabamos comprando un modelo más reciente. No es casualidad: es la «obsolescencia programada».
Pero no es algo reciente. El concepto de «obsolescencia programada» aparece planteado por primera vez en 1932 por Bernard London, en su ensayo Ending the Depression Through Planned Obsolescence, cuando habla de un método para que los fabricantes obtengan mayores beneficios en una época de crisis y poco consumo, creando una dependencia en el consumidor que garantiza rendimiento económico a corto y largo plazo. La premisa es simple: durante el proceso de diseño del producto, el fabricante calcula una duración limitada que garantizará que, pasado cierto tiempo, el consumidor tenga la necesidad de sustituir el modelo porque este deja de funcionar a pleno rendimiento. Uno de los casos recientes más comentados es el de Apple, que, a través de las actualizaciones, degradó la calidad de la batería de algunos de sus teléfonos, según ha denunciado la OCU.
Aunque al hablar de este tema solemos pensar en tecnología, la obsolescencia programada afecta a todos los sectores: desde las bombillas, primer producto al que se le aplicó esta característica durante su diseño, hasta el textil y los medicamentos, además de los alimentos, con la «fecha de consumo preferente» orientada a producir un efecto psicológico de caducidad entre los consumidores que les aliente a comprar más. Además, existe otro tipo de obsolescencia programada que va más allá de la durabilidad, y que apela a aspectos del diseño estético como un nuevo color o accesorio para presionar al comprador para adquirir un nuevo producto. El claro «ya tengo uno, pero este me gusta más».
Extender la vida útil de electrodomésticos y dispositivos ahorraría 4 millones de toneladas de CO2 en solo un año
En un mundo cada vez más concienciado con la sostenibilidad y el uso responsable de los recursos finitos, en el que tendencias como la segunda mano y el consumo responsable están a la orden del día, la idea de que un producto esté diseñado para fallar cuanto antes es, cuanto menos, contradictoria. La sobreproducción de objetos nuevos que en realidad no necesitamos implica una mala gestión de la energía y de los recursos que va contra la acción climática.
El nivel de exceso de producción es tal que gestos que parecen mínimos supondrían un ahorro muy grande. Según un estudio del European Enviromental Bureau, extender la vida útil de los principales electrodomésticos y dispositivos electrónicos (móviles, ordenadores, lavadoras y aspiradoras) durante solo un año ahorraría 4 millones de toneladas de CO2, lo equivalente a las emisiones de unos 2 millones de coches.
Además del mal uso de recursos y de la contaminación por los procesos de producción, una de las consecuencias más directas es sobre los bolsillos de los consumidores. El economista Benito Muros, presidente de la Fundación Energía e Innovación Sostenible sin Obsolescencia Programada (Feniss), afirmó que la obsolescencia programada provoca que el consumidor medio occidental termine por «gastarse a lo largo de su vida entre 50.000 y 60.000 euros en la compra de electrodomésticos».
Otro de los principales problemas que conlleva tiene que ver con el reciclaje, de allí surge la llamada «basura electrónica». Según los datos de la PNUMA, cada año se producen unos 54 millones de toneladas de desechos electrónicos, unos residuos difícilmente reciclables y altamente contaminantes. Su mala gestión se traduce en gasto innecesario de agua y energía, y tiene consecuencias directas para la salud, tanto de quienes los manipulan como de los demás, a través del aire o de alimentos contaminados.
Con estos datos a la mano, ¿qué están haciendo los gobiernos para frenar las consecuencias de la obsolescencia programada? Un aspecto fundamental de la legislación en contra es garantizar el derecho a reparar, como hizo en 2020 la Unión Europea dentro de un paquete de medidas incluido en el Plan de Acción de Economía Circular. Según esta norma, las empresas están obligadas a ofrecer reparaciones gratuitas a los consumidores, salvo si estas superan el valor del producto, además de mantener informado al comprador y proporcionarle las herramientas y vías de comunicación necesarias para reclamar su derecho.
La reparación, además de ser una opción imprescindible para quien no pueda o no quiera pagarse un nuevo producto, es una de las premisas fundamentales de la economía circular, un modelo de consumo necesario para la acción climática y que sirve, entre otras cosas, para aprovechar al máximo los recursos extraídos de la Tierra.
(Tomado de la revista digital Ethic ).