Si la vida comienza a partir de grietas, organizándose de nuevo en los orificios de una crisis, el artista, como el niño o el extranjero, vive de esa grieta que siempre nos acompaña. A ras de tierra, conectados con las corrientes serpentinas, los artistas tienen la inteligencia de las situaciones de crisis, que luego transforman en una obra de arte.
(A propósito de “El jardín de la delicias” del Bosco )
Hay, sin embargo, un pensamiento que puede sustituir sin daño, y con beneficio, a la noción de crisis y estado de ansiedad del artista que cumple una función similar sin tener que dar pruebas a una fidelidad sospechosa hacia una intervención exterior y milagrosa. O, más bien, un sentimiento que resume toda la fuerza creadora del arte sin que por ello haya que preguntar por una incierta instancia salvadora o sobrenatural.
Este sentimiento de experiencia estética en el marco de una situación de crisis pandémica como la que vivimos, ha generado desde los siglos XIV y XV hasta la actualidad, quizás, las mejores obras en el decurso de la historia del arte. Verbigracia, “El jardín de las delicias” (1503), del enigmático y soñador pintor holandés, Hieronymus El Bosco (1450-1516), quien en esta obra crea un espacio alegórico de angustias… El artista despliega su singular naturaleza en un vuelo pasmoso por algún recodo del tiempo anterior al tiempo.
In illo tempore, alguna vez… Y allí, cielo abierto, la pólvora que es su obra, vencida ya la cronología, se abre fulminante en un derroche de luz e inaugura un espacio insensato de jolgorio, culpa y placer… ¿Por qué insensato? ¿Es el término apropiado? ¿No habrá una palabra más acorde con la realidad poética alguna de doble sentido, convincente por su morfología, y que nos remita a una cordura mentalmente extraviada o a ese falso desatino de un desequilibrio creador?
La tabla central de “El jardín de las delicias”, flanqueada por el venir de Eva a la luz (“Creación de la mujer”) y las tinieblas en los antros mitológicos del tormento (“Infierno”), hace explícito el nudo del inconsciente con la conciencia. Creación y destrucción ocupan allí un plano terrenal que bascula ante la mirada atónita con su carga semántica de proto-mundo.
Despliegue de una era agnostozoica en la que solo viven los animales, sean o no dañinos; también están las geologías sin nombre y una vegetación inimaginable que armoniza con máquinas indescriptibles para entorpecer la inteligencia de quien va a buscar sin éxito el hilo de una historia. Pero el hormigueo de los cuerpos responde a un orden. Como una madeja lujuriante de la vida, esta escena posee una configuración.
La simetría de las cosas, la perspectiva por planos en profundidad, así como la coreografía de los grupos en movimientos, son recursos que enmascaran el exceso conteniendo la profusión.
¿Será eso la sensatez en el espacio, o un escenario de perplejidad? No hay respuesta. O lo que es igual: las respuestas son tantas, que ni una sola satisface la curiosidad que despierta la obra todavía hoy día.
“El Jardín de las delicias” sigue siendo una reserva de asombros, provisión de admiraciones. Su canon, improbable por definición, extravía toda intención de inventario.
La barroca –por exuberante—profusión de escenas y el despliegue de anomalía, junto a los reproches a un mundo en que la Mentira trenzada con el Engaño cae en cascada sobre el hombre y le ahoga de invenciones, ardides, estratagemas, ficciones, embustes, dolos, marañas, ilusiones, trampas, fraudes, falacias, adquiere allí una intensidad tal que si ante el chorro de vilezas no sucumbe al lector rendido, al menos se figura comprender que, efectivamente uno en este mundo no se topa sino una monstruosidad tras otra.
Que sea literatura o pintura lo mismo da: la época sólo reconoce la realidad del mundo evocada por un lenguaje innúmero, por la imaginación torrencial. Ninguna realidad de primera mano a la que tener acceso.
Lo real practicable es siempre, por definición, el duplicado de un modelo aún por conocer, que pronto convendrá en estimar inextricable…
¿Jardín? Vidas híbridas que levantan el vuelo sin escandalizar una realidad de ensueño, y hasta el cristal—tubos o caños, conductos, canalillos, esteras o esferoides—encaja con la pulpa de los frutos, cruza las rocas, refleja los cuerpos volanderos como libélulas, une la geología onírica con la amenaza vegetal o el gigantismo de los animales.
Lo múltiple converge y se unifica en la receptacularidad, para la contención. Al menos las cosas aquí están claras: ovoides habitados, capota de escorpión, concha de molusco, algún equinodermo… Todo contiene o es contenido, nada está abandonado a suerte de intemperie, nada que no incluya unas paredes envolventes.
La cólera contra el mundo, en esta siniestra obra, podría presidir la invención de lo que para nosotros, según la fórmula de Weber, se ha convertido en una “jaula de acero”. En un encierro infernal del tedio, la desesperación y la muerte.En un bicho invisible que se ha apoderado de nuestro ser y destino.
Claro está, el destino humano siempre ha sido objeto de una interrogación angustiada: la insistencia de la tragedia griega en el “destino” es un buen ejemplo de ello. Pero la sospecha respecto al sentido del mundo “en su totalidad” es de otra naturaleza. Es la señal de una inquietud cuyas raíces históricas se hallan en el judaísmo y el cristianismo. En efecto, la ausencia generalizada de sentido solo se convierte en un auténtico problema en un universo marcado por la contingencia.
Un mundo contingente es un mundo donde no dejamos de preguntar: “Por qué hay algo en vez de nada”? Ahora bien, la contingencia de todo lo que existe deriva de la creencia en que el mundo ha sido “cerrado” a partir de la nada, es decir, de una coyuntura de pandemia o crisis existencial.
A esta combinación de dar y retener, o de urgir y retardar, la llamamos “vida”. La forma prestada en ella es fugacidad, la cortedad semántica confusión.
El caso es que el mundo goza de una luz, despide una claridad que lo hace visible formalmente, que esta claridad es el reflejo de otra luz original procedente del empíreo, que ha dibujado el Bosco en su obra“ ElJardín de las delicias”.
Dentro de un cosmos cuyas leyes son perfectamente necesarias, la absurdidad sólo puede ser local.
Se abate contra el individuo (el héroe trágico) sin que el orden del mundo sea cuestionado por los maleficios del azar. En cambio, un mundo creado no lleva en sí las razones de su existencia, no ofrece ninguna justificación de los logros o fracasos del hombre.
Cuando se dirige a un universo contingente, la demanda hiperbólica de sentido amenaza con transformarse en “una cultura de la posible cólera contra el mundo”. Los movimientos mesiánicos y luego agnósticos del cristianismo primitivo, por ejemplo, estaban animados por una exigencia absoluta de sentido, ya que esta se refería a la salvación de la humanidad.
La comparación entre la intensidad de su expectativa y los desórdenes del mundo les llevaba inevitablemente a una actitud de rechazo. Una realidad que no responde a nuestras exigencias y que creemos que puede ser diferente puede generar una cólera que puede llegar hasta esperar la desaparición del mundo en beneficio de un más allá de la reconciliación, que axiológicamente sugiereesta magnífica obra, del genio flamenco Hieronymus El Bosco.