La historia de la violencia contra las mujeres se cuenta en cifras, en nombres y en ausencias. En República Dominicana, el feminicidio es un eco que se repite con la meticulosidad de un ritual aprendido. No es un crimen espontáneo ni un estallido de furia repentina; es la conclusión lógica de un sistema que, desde todos sus frentes, ha decidido que la mujer no es dueña de sí misma.
Este no es un país que odia a sus mujeres de forma explícita. Es un país que las prefiere calladas, dóciles, temerosas.
Las leyes, la justicia, la política y la cultura se entrelazan en la construcción de ese mensaje: la mujer es una posesión. No es casualidad que en este país que posterga derechos, que infantiliza sus decisiones y que las fuerza a la maternidad sin importar el costo, los feminicidios sean una pandemia persistente. El asesinato es el último eslabón de una cadena de despojos: primero se le niega el derecho sobre su propio cuerpo, luego se le quita el control sobre su destino, finalmente se le arrebata la vida.
El Estado perpetúa esta violencia de múltiples formas. Cuando el Congreso insiste en la maternidad forzada como un mandato de ley. Cuando se legisla sobre su cuerpo como si fuera un bien tutelado en lugar de un espacio soberano bajo el control exclusivo de quien lo habita.
En el siglo I, el emperador Domiciano condenaba a muerte a las mujeres infieles mientras exoneraba a los hombres por los mismos actos. Dos mil años después, el mecanismo sigue intacto: la misma idea de posesión, la misma violencia de castigo. Solo ha cambiado la excusa.
Negar el derecho al aborto en todas sus formas es parte del mismo esquema de control. No se trata únicamente de una cuestión de salud pública o derechos reproductivos; se trata de un mensaje de dominio. Cuando el Estado le dice a una mujer que no puede decidir sobre su propio cuerpo ni siquiera para salvar su vida, le está diciendo que no es autónoma. Y cuando la sociedad internaliza esa lógica, el feminicidio se convierte en una consecuencia predecible.
El control sobre el cuerpo y la vida de las mujeres no es un acto aislado: es una práctica sostenida por una estructura. Una mujer que no puede decidir sobre su maternidad es la misma mujer a la que el sistema no protege de un golpe, de una amenaza, de un asesinato.
El feminicidio no es un problema de hombres violentos; es un problema de estructuras que los habilitan. No es solo el asesino quien mata, sino la sociedad que le permitió hacerlo. Y mientras el mensaje siga siendo el mismo —que la mujer no decide, que la mujer no se pertenece— la violencia continuará.
El verdadero cambio no vendrá de discursos vacíos o de promesas incumplidas. Vendrá cuando el Estado deje de administrar la vida de las mujeres como si fueran bienes tutelados. Cuando la autonomía no sea una concesión, sino un derecho garantizado.
Un país que niega la libertad y autonomía de la mujer está condenado a repetir la violencia, a normalizar la muerte como parte del orden social y a erosionar, con cada vida arrebatada, los cimientos de su propia dignidad.