Por Ernesto Hernández Norzagaray
Llegó formalmente el último día de la gestión presidencial de Andrés Manuel López Obrador y el primer día de la administración de Claudia Sheinbaum Pardo, una dialéctica rutinaria en democracia, pero complicada en democracias defectuosas.
El cambio se hizo con toda la parafernalia en la sede de la Cámara de Diputados. Ahí estaban reunidos los miembros de los tres poderes de la Unión, los gobernadores e invitados especiales que fueron testigos de una ceremonia que, en México, durante los tiempos del PRI hegemónico, representaba claramente la máxima de la monarquía de Carlos VII: ¡el rey ha muerto, viva el rey!
Solo que, en los tiempos de la llamada Cuarta Transformación, se trata de una entelequia política. Hoy lo novedoso es que “el que se va, no se va”, o, para decirlo en palabras ancladas en la historia de México, estamos ante la inauguración de un nuevo intento de Maximato, aquella práctica antidemocrática que inauguró el presidente Plutarco Elías Calles que consistía en imponer y controlar a los sucesores en el poder presidencial, hasta que llegó a su término con el presidente Lázaro Cárdenas del Río, que rompió y mandó al exilio al llamado “jefe máximo”.
Se trata de una rutina que otros presidentes han intentado implementar, pero todos con malos resultados, como fue el caso de Luis Echeverría con José López Portillo, quien, siguiendo la enseñanza cardenista, fue mandado al otro lado del mundo como embajador de las islas Fiji.
Sucedió, también, con Carlos Salinas de Gortari, que designó como candidato del PRI, en sustitución del asesinado Luis Donaldo Colosio, nada más y nada menos que a su secretario de Educación Pública, el economista Ernesto Zedillo Ponce de León, quien ya con la presidencia de la República en funciones ordenó una investigación contra un hermano del expresidente por presuntos nexos con una fracción del crimen organizado y lo puso en prisión. Su tutor político tuvo que irse a vivir a Irlanda durante toda la gestión presidencial zedillista.
Ya nadie después lo intentó, y predominó una práctica hasta hoy vigente, que consiste en impunidad por los delitos que hubiera cometido él y/o miembros de su familia o, peor, la no persecución política de parte del que llega obteniendo a cambio favores que le permitan una transición pacífica y ordenada, como lo negoció López Obrador con Enrique Peña Nieto, que se fue a vivir un exilio dorado en España, donde vive hasta la actualidad.
Sin embargo, en el proceso sucesorio de 2024, el relevo tiene otros ingredientes, pues López Obrador se ha encargado de sitiar a la primera presidenta de México. Le ha impuesto a la mayor parte del gabinete, la mayoría de los diputados y senadores que él se encargó de seleccionar, así como también a los gobernadores y candidatos a gobernar los estados que hoy Morena y sus aliados (PT y PVEM) tienen en su poder, 24 de las 32 entidades federativas y a cientos de alcaldes fieles a su líder. Además, ha impuesto el programa político bajo el techo ideológico de la llamada Cuarta Transformación, y su hijo, que lleva su nombre, es el secretario de organización del partido Morena; es decir, será este cachorro el encargado de las candidaturas morenistas en futuras contiendas electorales y hasta se especula en los medios que es su candidato presidencial para 2030.
Y, por si fuera poco, ha dejado en herencia grandes compromisos económicos y conflictos con los que Claudia Sheinbaum no tenía por qué lidiar al inicio de su gestión como presidenta, entre los que resalta el “perdón” que se le ha pedido al rey de España, Felipe VI, y que obtuvo como respuesta silencio diplomático.
Entonces, los márgenes de actuación de la primera presidenta son estrechos, reducidos a lo indispensable. Y, a ello, hay que sumarle a la también científica su escaso carisma y un discurso plano que no emociona a nadie, plegado a directrices preestablecidas. Así, sería una revolución dentro de la “transformación” tomar una decisión como las que tomaron en su momento los presidentes Lázaro Cárdenas y Ernesto Zedillo, que sacudieron sin rubor alguno a quienes intentaban estar moviendo los hilos del poder tras el trono.
Sheinbaum, por lo tanto, está en un dilema político y lo tiene que resolver, ya sea aceptando mimetizarse permanentemente en su tutor político, como lo hizo en campaña y lo ha hecho sin rubor en la toma de posesión del cargo presidencial, o rebelándose contra él y haciendo un gobierno a su imagen y semejanza, lo que daría una pátina de dignidad a su paso por la historia nacional como la primera presidenta de México.
Ernesto Hernández Norzagaray es profesor de la Universidad Autónoma de Sinaloa. D. en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México.