Cuando Víctor Hugo narra, en Los miserables, la batalla de Waterloo obtiene un efecto de realidad que cualquier lector sin los conocimientos necesarios de la historia de Francia para distinguir lo falso de lo que sucedió en esa batalla que a principios del siglo XIX puso fin al imperio de Napoleón I.
En efecto, el éxito Víctor Hugo con su relato de la decisiva batalla consiste en que cuando pensamos que se trata de un hecho histórico, aparecen ciertos guiños del narrador que nos dicen que lo que se cuenta es ficción; cuando consideramos que esas páginas son falsas estamos leyendo historia, porque en esa ambigüedad reside el efecto de realidad. Un artificio narrativo que Hugo no es el único escritor que lo ha utilizado con éxito en sus novelas que, por los acontecimientos que narran, podrían llamarse “históricas” y son pura ficción cargadas de efectos de realidad.
Al francés Roland Barthes le debemos la extraordinaria noción del “efecto de realidad”: “La resistencia de lo real’ (bajo su forma escrita, por cierto) a la estructura es muy limitada en el relato de ficción”, escribía Barthes en 1968, “construido por definición sobre un modelo que, a grandes líneas, no sufre otras presiones salvo las de lo inteligible; pero este mismo real se vuelve la referencia esencial en el relato histórico que se supone refiere lo que realmente ha pasado: qué importa entonces la no funcionalidad de un detalle desde el momento que él denota lo que ha ocurrido: lo real concreto se vuelve la justificación suficiente del decir” (Barthes, Roland, “L’effet de réel”, en Communication 11, París, Edition du Seuil, 1968, p. 87).
La batalla de Waterloo tal y como aparece en Los miserables de Víctor Hugo no le da categoría de novela histórica a la famosa obra del gran escritor y líder del romanticismo francés del siglo XIX, pero debemos reconocer que el éxito de ese relato bajo la pluma y el talento de Hugo es un arma de doble filo pues cuando pensamos que estamos leyendo un hecho histórico es ficción y viceversa. Ese es el doble filo que genera un logrado efecto de realidad.
Otro ejemplo de aula universitaria son las novelas de Alexandre Dumas, comenzando por la trilogía de Los tres mosqueteros pasando por El conde de Montecristo, El hombre de la máscara de hierro y La reina Margot en las que Dumas narra su “historia” de la Francia del siglo XVII que muchos lectores han leído como si se tratara de novelas históricas, pues el autor de Los tres mosqueteros no para mientes en que el lector crea que se trata de la historia de Francia bajo el reinado de Louis XIII; que el cardenal de Richelieu era un malvado individuo que buscaba demostrarle al rey que su esposa, la española Ana de Austria, le era infiel con un noble inglés. Esa Francia contada por el genio narrativo de Dumas ha confundido generaciones de sus lectores.
El dominicano Manuel de Jesús Galván, en cambio, jugó con las cartas sobre la mesa. No se atrevió, tal vez por ser consciente de que su obra, Enriquillo, a pesar de que se apoyaba en cronistas de Indias como Bartolomé de las Casas y Antonio de Herrera de Tordesillas, a denominar “histórica” su reconocida novela y se limitó a reconocer que se trataba de una “leyenda histórica”, aunque utiliza y lo señala, en nota al pie de página, que se trata de relatos tomados de la Historia de las Indias de Bartolomé de las Casas, por ejemplo.
Escritor romántico como Víctor Hugo, Galván maneja muy bien el artificio del efecto de realidad definido más arriba por Barthes, en donde “lo real se vuelve la referencia esencial en el relato histórico que se supone refiere lo que realmente ha pasado”.
Sin embargo, La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa, no es ni su autor lo pretende, una novela histórica, como tampoco lo es Los que comulgaron con el corazón limpio, de Edwin Disla, aunque Disla, a diferencia de Vargas Llosa subtitula su obra, “novela histórica”.
Vargas Llosa, además de autor de reconocidas novelas y de haber sido galardonado con el Nobel de Literatura en 2010, es un crítico literario de renombre y sabe que abordar un acontecimiento histórico como la muerte de Trujillo en 1961 no es suficiente para que su novela alcance la categoría de “histórica”.
Disla, en cambio, respaldado por su poca formación literaria, le da categoría “histórico” a un enfrentamiento entre las fuerzas represivas del Gobierno de Balaguer y un grupo de revolucionarios que buscaban escapar. En todo caso este acontecimiento formaría simplemente parte de lo que los franceses consideran petite histoire.
En ambas novelas, guardando la distancia, abundan los efectos de realidad. Vargas Llosa lo logra y, para marcar que no se trata de una novela histórica, pero plagada de efectos de realidad, introduce un personaje, Chirinos, aquel jurisconsulto beodo que tanto llamó la atención del lector dominicano que se considera propietario absoluto de todo lo que concierne al complot, atentado y ajusticiamiento de Trujillo.
La película que separa la novela de la Historia es muy delgada. Ambas cuentan un acontecimiento pasado; la primera no pretende que lo que narre sea tomado como real. Recuerdo que García Márquez señaló en cierta ocasión que cuando lo que contaba en sus novelas era considerado verdadero exclamaba: “¡He tenido éxito: me creyeron!”.
Sin embargo, si algún lector avezado descubre las referencias reales del novelista para hilvanar una historia coherente, ese lector debería saber igualmente que ha sido víctima del doble filo del efecto de realidad.
De la ficción no escapan las memorias ni las autobiografías de grandes hombres por los detalles que el propio relato exige para que ese pasado se desarrolle de manera “lógica”, no existen memorias ni autobiografías que salgan ilesas al permitir la ayuda de los artilugios de la narración.
La novela es un mundo tramposo y falso que tiene y crea su propia lógica.