Nadie tiene derechos a pedirnos que nos tiremos ese muerto encima. Ni los Estados Unidos, que no abandonan su imperial manía de querer mandar en los destinos ajenos, y mucho menos Francia, que ya demostró que prefiere mirar el problema haitiano desde la lejana Europa sin ninguna intención ni interés de ensuciarse las manos por su antigua colonia.
Y aunque hemos sido pacientes, aunque firmes, ante la impertinente insistencia de la ONU de pretender que nuestro territorio se convierta en refugio de los haitianos que huyen del horror desatado de aquel lado de la frontera, debemos estar preparados para continuar resistiendo esos esfuerzos en la medida que se agrava la crisis haitiana, que empeora con el paso de las horas. Como una bomba de tiempo que nadie sabe cuándo estallará ni lo que ocurrirá después, solo que en algún momento no muy lejano ocurrirá y que de este lado no estamos preparados para sus devastadores efectos, aunque de la boca para fuera llevemos décadas repitiendo que la frontera está bajo control y bien resguardada la soberanía.
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Lamentablemente, la llamada comunidad internacional no ceja en su empeño, como evidencia la insistencia de la ACNUR con el tema del campo de refugiados y su petición de que República Dominicana detenga la repatriación de los haitianos indocumentados que ingresan a su territorio, por lo que cabe esperar que continúe jorobando hasta conseguir su propósito: tirarnos ese muerto encima.
Y a eso no tienen derecho, como dije al principio, ni estamos preparados para las consecuencias, lo que no conviene olvidar nunca. Por eso quisiéramos mirar el problema “de lejito”, los haitianos allá y nosotros acá, cada quien en su casa y en su sitio, como solemos repetir. Pero lo que está pasando en Haití, nos guste o no, nos afecta y nos afectará siempre, lo que nos impide ser meros espectadores de un drama de horror en cuyo fatal desenlace no quisiéramos vernos involucrados.