En República Dominicana hay cada vez más chicas con el pelo afro, pero yo no me atreví a dar el paso hasta que los salones de belleza cerraron durante el confinamiento. Aceptar mis raíces afrodescendientes ha sido todo un recorrido.
«La que quiere moños bonitos tiene que aguantar jalones». Esa era una frase que mi madre me repetía de niña mientras desenredaba mis rizos.
Yo me quejaba porque el cepillo tenía los dientes firmes y ella jalaba el pelo para poder aplastarlo.
Era la rutina de todos los domingos en la tarde y podía extenderse por horas dependiendo de cuán enredado estaba.
Y es que el pelo tenía que estar lo suficientemente «manejable» para la escuela, donde consideraban una falta disciplinaria que las niñas lo llevaran al natural si era «malo» o crespo.
A las que lo tenían lacio de por sí, a ellas las dejaban tranquilas.
Pero el 80% de la población dominicana es afrodescendiente, de acuerdo con el estudio «Mujeres afrodescendientes en América Latina y el Caribe», publicado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) en 2018.
Y, por ende, la mayoría de mis compañeras lo llevaban trenzado o se veían obligadas a alisárselo (o desrizarlo, como le dicen en República Dominicana). Algunas, de manera permanente.
Pero mi madre nunca quiso que me hiciera un desrizado persistente, porque decía que mi cabello no eran «tan malo», que, a diferencia de mis hermanos, yo había salido con el pelo «un poco bueno» gracias a mi papá.
Así que ella me peinaba, y si no tenía tiempo, me hacía una simple cola de caballo.
Hasta que un domingo de diciembre de 2005, cuando tenía 9 años, me llevó por primera vez donde una peluquera de confianza, que también era nuestra vecina.
Yo no quería. Pasar horas en el salón de belleza sometida al calor de la secadora en pleno clima tropical me parecía una tortura. Era como estar en el horno.
Una vez allí, primero observé cómo le alisaban el pelo a mi madre. Luego me tocó a mí.
Recuerdo decirle a la estilista que le bajara la temperatura a la secadora, porque me estaba quemando las orejas y el cuello.
También me acuerdo de que me tiraba fuerte. Pero como siempre había oído: «La que quiere moños bonitos, tiene que aguantar jalones».
No regresé al salón hasta los 12 o 13 años, en plena adolescencia. Para entonces la presión de llevar el cabello «perfecto» era enorme.
Todas mis amigas lo tenían y los artistas que veíamos en la televisión también lo llevaban alisado. Ninguno se dejaba ver con sus rizos naturales y yo sentía el deseo de encajar con ese estereotipo de belleza.
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Pero el proceso para conseguirlo no era sencillo
Después del secado y planchado, en la peluquería me hacían un doobie (o «tubi», como le decimos en República Dominicana). Consiste en cepillar el cabello en una sola dirección alrededor de la circunferencia de la cabeza y asegurarlo con horquillas, a modo de turbante.
Por encima me colocaban un gorro de redecilla, que en casa me volvía a poner para bañarme y dormir, con el objetivo de que el alisado durara más.
Esa fue mi rutina por más de 10 años.
Durante todo ese tiempo, que lloviera era una de mis mayores pesadillas: unas cuantas gotas o simplemente la humedad hacían que mi pelo volviera a su estado natural.
Si sudaba, algo muy probable en mi país, también.
Así que solía evitar ir a la playa o a la piscina, porque, de rizárseme de nuevo, tendría que pagar otra sesión en el salón de belleza.
Básicamente, renunciaba a ciertas experiencias por no arruinar mi cabello.
Y la presión por mantener ese pelo era tal, que si me invitaban a una graduación, boda u otro evento importante, iba a la peluquería la noche anterior y me retocaba a primera hora de la mañana para asegurarme de que seguía extralacio.
«¡Pareces una loca!»
Las veces que intenté dejármelo rizado —durante algún verano — me llovieron las críticas de mis compañeros de universidad o en el trabajo.
«¡Pareces una loca!», «péinate esas greñas», eran algunos de los comentarios que escuchaba.
Cuando me lo alisaba, por el contrario, me decían: «¡Por fin fuiste al salón!», «¡pareces gente!».
Pero en marzo de 2020 llegó la pandemia y entre las medidas tomadas por el gobierno dominicano estuvo el cierre de los negocios no esenciales, incluyendo, obviamente, los salones de belleza.
A la ansiedad general de convivir con un virus que estaba dejando miles de infectados y muertos se le sumó la particular de qué hacer con mi pelo.
Primero decidí pedir una secadora y cremas para suavizarlo por internet.
Como no sabía cómo peinármelo, busqué tutoriales en YouTube.
No me sirvieron de mucho.
Entre la carga laboral por el teletrabajo y mi falta de experiencia con las herramientas para el cabello, al poco tiempo me rendí.
Durante meses me limité a lavarle el pelo con champú y acondicionador.
Un año y medio rizada
En julio de 2020 ya habían abierto sus puertas tanto la hoteleria como algunos negocios no esenciales en República Dominicana.
Así que un día antes de mudarme a Londres, el 26 de septiembre de 2020, fui donde la misma peluquera de siempre: ella me cortó el pelo y me lo alisó.
En la maleta hice hueco para la secadora y la plancha, por si en mi nuevo hogar echaba de menos el pelo lacio.
Ambos instrumentos han permanecido en el cajón prácticamente durante el año y medio que he pasado en Reino Unido. Los he usado en un par de ocasiones, como Navidad.
Mi mamá todavía me trata de convencer de que me lo «peine» de vez en cuando, porque cada día se ve «más malo».
Por el contrario, muchas personas me comentan que soy dichosa por tener el pelo rizado, que nunca han logrado tenerlo así aun usando toda una serie de productos, me preguntan si lo pueden tocar.
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