Así llegó un día en que todo se cumplió; hay que dejarse fluir entonces, como aquellos que nadan hasta el agotamiento. ¡Oh lecho amargo, cama principesca, la corona está en el fondo de las aguas!
…”Siempre he tenido la impresión de vivir en alta mar, amenazado, en el corazón de una regia alegría”.
Albert Camus. El Extranjero. Alianza Editorial S.A., Madrid.
Cada país que cree poseerlo presume de su mar. Los griegos proclamaban que su mar era irrepetible, y las imágenes de las islas griegas han dado la vuelta al mundo, con sus también azules ventanales y puertas.
Azul descendido en callejones y patios donde el mar es la pared trasera y los barcos la medida del infinito.
En competencia con los turcos, los griegos también crean joyas, donde el ojo de Dios se forja con el oscuro azul del mar abierto y el azul claro de sus bahías y ensenadas.
Los de la Costa Amalfitana viven repitiendo que ningún azul se les iguala, aunque el mar de Capri, pequeña isla donde el océano es la constante y cada callecita desemboca en un muelle particular, nada tiene que envidiar al de Positano, un villorrio atrapado entre las montañas, el intenso amarillo de sus plantaciones de limón y el azul omnipresente.
Y, está Mallorca, refugio de pintores, novelistas y poetas de países neblinosos con un desteñido mar.
En Formentor, Mallorca, donde un puertoplateño universal, amigo de Picasso y Gris: Jaime Colson, pintó una capilla que es peregrinaje obligado de quienes estudian la pintura dominicana, la combinación de altas montañas y la costa recrea una vastedad que nos deja sin aliento, y con una envidia feroz de las gaviotas.
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“Aquí voy a morir”
“Aquí voy a morir”, me dije frente a los pequeños cementerios en las cimas montañosas, semi ocultos entre rosas y geranios. Azul memoria de Deia, con sus tortuosas callecitas escalonadas y muros de piedra a medio terminar, para que nada obstruya el encuentro entre la mirada y el océano donde navega nuestra absoluta insignificancia.
Difícil elegir cual mar es más bello, cual azul más único. El Mediterráneo es el Mediterráneo, y frente a ese mar el gris casi negro de las playas de Lima, o la costa chilena, nada tienen que ofrecernos, excepto la otredad de la extrañeza.
Convencidos como estamos de que nuestro mar Caribe y sus azules fueron creados para encantar, una amiga brasilera insistía en que nuestro mar está vivo, y que “lo tiñen para deslumbrar a los turistas”.
Y vivo está ese monstruo en cuya espalda flotan islas y continentes, totalmente a su merced el día en que decide sacudirse y levantar su oleaje, harto de nuestros desmanes. Por eso, frente al mar siento un gran respeto, casi bordeando en la devoción.
Y nunca, nunca, me lanzo a sus aguas sin pedir su anuencia. “Soy tu hija, le digo, cuando me sumerjo y dejo arropar por su abrazo salino, mientras floto, bajo la vigilante mirada de mis madres.
Todos le teníamos terror a la sala de castigo de mi escuela primaria, porque cuando la profesora determinaba enviarnos allá, primero había que pasar por la oficina de la directora, quien con tono severísimo nos amenazaba con contactar a nuestros padres, lo cual implicaba una pela segura, o una semana sin salir a la calle.
La sala de castigo de mi escuela estaba en la parte posterior del edificio, y no era más que un salón de almacenaje, húmedo y oscuro, con varias sillas, donde te dejaban encerrado todo el día, con la orden de no hablar ni gritar.
Cuando me enviaron a ese cuarto, porque según la profesora, yo nunca ponía atención a sus clases, fue una gran sorpresa y un gran deleite, porque ese salón, terror del alumnado, era para mi un paraíso.
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Si en la clase pretendía que me interesaba lo que decía la maestra, aquí disponía de todo el tiempo del mundo para divagar por mi pensamiento.
Lo primero era acostarme en el piso, cerrar los ojos e imaginarme que estaba en la playa, y que una vez allí me subía a los botes pesqueros que zarpaban al amanecer (una veintena), ayudaba a los marineros a izar las velas y me sumaba a sus esfuerzos para tirar y luego recoger las redes de pescar.
Todo mi afán era ver que traía la red, sobre todo, los pequeños moluscos, anguilas, caracoles, lapas, conchas, cangrejos ermitaños, mejillones y pececitos, que se escapaban por el tejido una vez en el barco.
Recuerdo que me detenía en los detalles de cada uno: como se arrastraban, el olor, el color del caparazón que va creciendo en la misma medida que el gusano que tiene dentro, la forma, ya que las conchas contienen cien mil años de historia, y el rastro de baba que dejaban en el piso.
Era como una clase privada de biología marina, pero sin los comentarios de la maestra o las preguntas, generalmente tontas, de mis compañeros de curso; ni las prevenciones de mi mamá que se negaba a que llevara caracoles a la casa, porque “son esqueletos de animales muertos que contienen vibras retenidas”.
De nada me servía decirle que la gente siempre ha utilizado los caracoles como protección para sus viajes, dolencias específicas y para protegerse de los rayos.
Otras veces la sala de castigo comenzaba a llenarse de un agua azul transparente, y yo a elevarme del piso para flotar.
Era una sensación maravillosa de libertad y tranquilidad, un silencio solo interrumpido por las aletas del delfín que nadaba conmigo, o de los peces más pequeños, algo así como un bullicio de flap, flap, flap.
A veces, al girar, me encontraba con un ojo gigantesco. Era de una ballena, aunque nunca pude entender cómo había entrado en el salón, ni me importaba.
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El olor del mar se convirtió en mi afrodisíaco, en mi apaciguante, hasta el día de hoy; por eso, mi salida favorita cuando niña, era acompañar a la trabajadora a la pescadería. Mientras ella escogía con cuidado los camarones y pescados para la comida, yo me entretenía olfateándolo todo, aspirando el mar en cada respiración.
Creo que en esos momentos me quedaba profundamente dormida y que la maestra así me encontraba, porque pronto decidió no mandarme a ese salón que, más que una penalización, era un feliz castigo, y jamás volvió a llevarme ni a la dirección, ni al cuarto de terror de mis compañeros y compañeras de infancia.
Así entendí que los supuestos castigos que recibimos pueden ser muy felices, y por la carga de liberación que conllevan; por la tranquilidad (tranquila/edad) que van construyendo a golpe de cincel, cuando somos felizmente indocumentados y nos creemos únicos e invencibles.
Por eso Petrarca (1304-1374), canta en su Soneto 167:
“Cuando amor bellos ojos hacia la tierra inclina, … siento mi corazón como un dulce despojo, y así, dentro, cambiarme pensar y voluntad…Pero el sonido (del mar) que dulcemente engarza los sentidos …, al alma de partir presta detiene, …y despliega los hilos de la vida que me es dada.