El plátano ha pasado de signo a símbolo de la identidad de los dominicanos. Las referencias al banano son tan extendidas en nuestra cultura que atraviesa prácticamente toda nuestra historia.
En los últimos años ha venido a tener una imagen muy acogida en la representación de nosotros mismos, además de ser un alimento cada vez más apreciado en la cocina caribeña, y referido para exaltar nuestro poderío deportivo (#patanopower), aunque en Puerto Rico noto su continua representación en las artes visuales.
El origen del plátano lo refiere Frank Peña Pérez en “Cien años de miseria en Santo Domingo”(1985): las primeras cepas de plátanos llegaron a la isla en 1516 de manos del fray Tomás de Berlanga, y fueron sembradas en Puerto Plata (160), según una cita de Miguel Ángel Monclús en su historia de La Novia del Atlántico. El historiador de la alimentación puertorriqueña, Cruz Miguel Ortiz Cuadra, agrega que el plátano “fue introducido a las Antillas Mayores en 1516 procedente de las Islas Canarias”, y basa su información en Gonzalo Fernández de Oviedo (Historia general, libro VII, “Puerto Rico en la olla, ¿somos lo que comemos?”, 2006).
De su origen apunta que los investigadores están de acuerdo en que el plátano procede del sur asiático como, “musa paradisíaca” (banano) y sus variedades, “Musa sapientum” y “Musa cavendishi”. El plátano, filiado como de la familia de la Musacae por los botánicos, tiene una larga historia de desplazamientos, resolviendo el problema alimenticio de los habitantes del planeta (189). Mientras que Nitza Villapol, en “Hábitos alimentarios africanos en América Latina”, apunta sobre el origen del plátano lo siguiente: “América recibió de África diferentes plantas y animales, como el café, el plátano o banano, varias variedades (sic) de ñames y malangas, el quimbombó [molondrón] o bahmia, el melón de agua o sandía, el gandul, el aceite de palma africana, la gallina de Guinea, etc.” (Moreno, Fraginals, “África en América Latina”, 1996, 330).
Por otra parte, y para acentuar el origen de africano en nuestra cultura del plátano, escribe Carlos Esteban Deive que “una planta de frutos comestibles traída por los esclavos negros o sus traficantes es el guineo, abreviatura de plátano quineo, de diversas especies…” Y agrega que se menciona en las obras de Pedro Mártir de Anglería, en la del ya citado Fernández de Oviedo Oviedo y en la del padre Acosta. Y explica que sus variaciones son: padre o rosa, caño hondo, grano de oro, manchón, conguito, dominico y manzano” (Deive: Las culturas afrocaribeñas, 371). Y agrega otro asunto interesante: la variedad introducida por el fraile Berlanga, de la Orden de los predicadores, fue el dominico o del Congo.
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El plátano estuvo asociado a la esclavitud, por lo que muchas de las fuentes remiten a él como alimento para los esclavos. Y como referencia a la adaptación de los peninsulares a otro tipo de productos comestibles. También el plátano rivalizó con la yuca aborigen en la preferencia de los primeros habitantes de las Antillas. El dúo yuca-plátano, acompañó la dieta antillana en los primeros dos siglos de nuestra historia.
Aunque un predicador lo introdujera en La Española, todo parece indicar que el dominico llegó con los esclavos, es decir, que los negros llegaron con el plátano bajo el brazo, porque a los peninsulares no les gustaba comer ese fruto, como da noticia el criollo puertorriqueño Diego de Torres Vargas. Se dice que en la plantación esclavista se daba seis plátanos a cada esclavo diariamente (Díaz Soler, 2000).
Las cualidades alimenticias del musacea la establece, y compara con la del arroz, Ortiz Cuadra: de 6 a 8 unidades de plátano tenían un valor energético de aproximadamente 1.443 calorías, mientras que el arroz solo aportaba 303,9. Esto explica una de las razones de las preferencias del plátano sobre el arroz. Pero esa no es la única. Otra tiene que ver con su cultivo. Pero de eso hablaremos más adelante (193).
Uno de los aspectos que me parece más interesante del tema es ver la dinámica de cuando el plátano, considerado como comida de esclavos (despreciado por las élites blancas y que no podía llegar a la mesa de los obispos, como parece indicar Damián López de Haro), se convirtió en el alimento preferido de los caribeños. Muy de los dominicanos y de los puertorriqueños, aunque en Cuba lo que comían preferentemente los esclavos era el boniato, es decir, la batana. Alimento que tampoco faltaba en estos lares.
Las crónicas de los primeros siglos de la colonia muestran las muchas quejas por la falta de harina de trigo, que como no se pudo acriollar el trigo (Herrera,1601), tenían que ser importada. Ya sabemos que la carestía de los productos provocaba que los de abajo no tuvieran recursos para comprar la harina. Entonces parece que la de maíz se hizo la harina de los pobres y las elites lograron su harina blanca mucho tiempo después. Este período de la harina podría ser también muy largo, pues todavía en el siglo XVIII se hablaba de que no había harina ni para hacer hostias (López Cantos).
Los negros alzados, los cimarrones, cultivaron el plátano para la alimentación de sus familias. Como lo prueba un documento de la época. Al llegar a la paz con los del Maniel de Neiva, se recoge la información de que entre sus bienes tenían una conuco de plátanos (Rubén Silié, Economía, esclavitud y población, p.,167, 1976). Al llegar aquí es importante anotar que los esclavos vivieron distintas formas de explotación, que muchos de La Española cultivaban lo que comían. La idea de una plantación en la que se cocinaba para todos los esclavos podría ser parte de la esclavitud intensiva que se dio en Haití hasta 1791 y en aquella producto de la Revolución atlántica que se da en Cuba y Puerto Rico en el siglo XIX. Dice Villapoll que “como norma general a los eslavos se les suministraba dos raciones de comidas diarias” (328).
En síntesis, el plátano vino a llenar una necesidad energética en la alimentación del Caribe, pero fue afeado por el paladar de las elites que preferían la harina de trigo. Junto a la yuca y el indígena casabe, constituyeron el dúo de nuestra alimentación popular cuando los precios y la lejanía que establecieron los piratas y el sistema de flotas, afectaron la importación de bienes comestibles desde Europa.
Baste por ahora narrar la aventura del plátano, del dominico o del Congo que llegó con el predicador Berlanga, que fue despreciado por los paladares de las elites. Sin embargo, su historia será larga y apetecible; estará con nosotros para resolver las carencias, nos ayudará a acriollarnos o “aplatanarnos”, será referencia en los discursos identitarios y, solamente, los furiosos huracanes diezmarán su plantación y su reinado en los platos del Caribe, sea en mangú o en mofongo, tal vez para que se note que no solo es importante su presencia sino imprescindible.
En el siglo XVII, llamado por Juan Bosch (1970) el siglo de la miseria y bien estudiado por Peña Pérez en su libro arriba citado, los reportes de los curas no dejan de hablar de la carestía de la vida en la isla y de desabastecimiento que sufría la población. Ya decía en 1619 Luis Narváez que hacía dos años que no se veía un barco español. Y según oficiales de la Audiencia (Peña Pérez, 160) “comer en base a artículos importados era un lujo”
(Continuara)