La educación es un derecho humano fundamental, un derecho habilitador en el sentido de que, cuando se respeta, permite el ejercicio de otros derechos humanos. Está demostrado que la educación influye en el bienestar general, la productividad, el capital social y la ciudadanía responsable. Su distribución equitativa permite la creación de sociedades permeables, pero hoy la desigualdad es quizá el problema más grave de la educación en todo el mundo. Pese a que todos sabemos que la educación transforma vidas, economías y sociedades, hoy se está convirtiendo en la causa de una gran división, en vez de propiciar cambios positivos.
El acceso inequitativo a recursos didácticos, a un personal educativo y administrativo calificado, a infraestructura seguras contra cualquier forma de violencia, tecnología o financiamiento, es un paso seguro a la desigualdad en la educación y esta se sustenta en una serie de factores determinantes como la economía, las políticas gubernamentales, genero, origen y la geolocalización. El resultado: las personas se mantienen marginadas de buenas oportunidades por no haber tenido un aprendizaje de calidad.
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La educación es un derecho, pero no todas las personas tienen el mismo acceso a ella.
Existe una distancia inaccesible entre las oportunidades educativas que se brinda en instituciones privadas y la realidad de las escuelas públicas. El acceso a educación de calidad y el entorno crean diferencias desde el primer momento y que sin lugar a dudas van a persistir toda la vida en una persona, “marcando” socialmente a cada niña o niño afectando los conocimientos, relaciones sociales, el lenguaje, el desarrollo de habilidades y oportunidades, que se traducirán en empleabilidad, éxito profesional y movilidad social.
Una vez más todo se traduce en ser pobres o ricos. Estudios internacionales como los de Parcel, Dufur y Cornell (2010) coinciden en afirmar que la pobreza material es un factor de riesgo para niñas y niños, ya que implica menor acceso a recursos educativos que apoyen el proceso de aprendizaje, como materiales y actividades educativas. Por su parte, Weiss y otros (2009) establecen que “padres, madres o cuidadores que viven en condiciones de pobreza o estrés económico experimentan más problemas de salud mental, que pueden limitar su habilidad para apoyar los estudios de niñas y niños e incrementar la probabilidad de uso de prácticas punitivas. También enfrentan más barreras logísticas para acercarse a la escuela como falta de transporte, falta de flexibilidad de tiempo diario y falta de tiempo para vacaciones”.
Según un análisis de Oxfam, de acuerdo con datos de la UNESCO, en los países en desarrollo, niñas y niños de familias pobres tienen siete veces menos probabilidades de terminar la escuela secundaria (media) que niños de familias ricas. Además, en los países desarrollados, solo un 75% de niñas y niños de la familias más pobres se gradúan de las instituciones de educación secundaria, mientras que un 90% de los niños de familias ricas se gradúan. Cuando los sistemas educativos se abandonan a la toma de decisiones por inercia, parecen estar condenados a reproducir la desigualdad social y económica. El compromiso de los gobiernos y las sociedades con la equidad en la educación es necesario y posible, porque, aunque estas brechas son una parte integral de la cultura actual no son imposibles de reducir y de desarticular. Voluntad e inversión estatal es la clave para poder lograr las transformaciones que tanto merecen nuestros niños y niñas.