Considero que en un contexto de estados-naciones y nacionalismo se despejan las dudas en el gran teatro del mundo respecto a nuestra civilización.
En tiempos modernos y contemporáneos el factor nivelador no viene dado por los valores morales e ideales de paz, justicia u otros. Tampoco por el pensamiento imparcial y objetivo.
Lo decisivo ha llegado a ser exclusivamente el interés y el fervor nacionalista que aúna a los más distintos individuos y clases sociales entorno a un solo propósito común, garante de confianza, certidumbre y seguridad grupal, solidaria y comunitaria.
Más que por el ordenamiento político o económico a la brega diaria y también al campo de batalla se va y en él se gana o se agoniza y muere -no solo por obediencia o por mero interés individual, sino también y en especial- por la fuerza de voluntad, de compromiso y de convicción personal de conciudadanos compatriotas.
Por tanto, en el ámbito político e histórico de las ideas y sus concreciones, Hegel gana a partida doble a Kant y a Marx.
A Kant, puesto que a falta de un gobierno global supra nacional, los principios morales y el derecho nacional son insuficientes para batir la corruptela nacional y los intereses singulares de cada Estado-nación de derecho particular.
Y a Marx, porque la historia es un cambo bélico, no de clases sociales, sino de estados visceralmente imperiales.
De ahí que los estados naciones -llámese hoy día, Estados Unidos, China, Rusia o con otros nombres más o menos admirables- finalizan irremediablemente merodeando o enfrascados en continuas guerras (a no confundir aquí con revoluciones prediales en sus territorios) que evocan el “todos contra todos” y que exhibe descarnadamente la historia universal con su secuencia de contrapuestos y divergentes imperios y civilizaciones humanas compitiendo a muerte entre sí.
Y, en el ámbito socioeconómico, Adam Smith y Joseph Schumpeter se alían en la práctica cotidiana -por medio de las revoluciones del mercado y tecnológicas- para silenciar a agoreros de de otras convulsiones. No hay reino de la libertad post comunista al alcance del “amor propio” (A.Smith) individual ni a la vista de la destrucción creativa de la tecnología.
Ese egoísmo natural, es decir, no moral, hace las veces de bujía emprendedora de cada mutación del sistema de producción capitalista. Catapultando sucesivas superaciones tecnológicas del modo de vida de cada población, así como del respectivo bienestar socioeconómico, aquel amor poco virtuoso y nada caritativo ladea el dominio de las revoluciones, pero incendia la pradera con insatisfechas expectativas de consumo a nivel local e individual.
He ahí el contexto socioeconómico y político vigente cada vez más en países orientales y occidentales.
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Detalles
La fuerza pujante y diferenciadora detrás de la sacrosanta seguridad nacional que resguarda cada Estado-nación -independiente de su respectivo adjetivo- viene predeterminada por algo que no la mera defensa de los privilegios y beneficios de un individuo o de una sola clase social.
Lo que media y predomina entre ellos y el resto de la población es el nacionalismo ideológico. Este nacionalismo y aquella seguridad se maridan y respaldan recíprocamente, a tal grado que llegan a justificar todo por la patria y civilización .
Nos pone -no religiosa, pero sí- obligatoriamente todos a una a favor del aquel sacrosanto apego a lo nuestro, dejándole muy poco o nada de espacio y sustento a los que con su mera existencia osen transgredir, cuestionar o enfrentar nuestro lar de intereses creados y engalanados por un sinfín de dichos, costumbres, instituciones, ideales, valores, ejemplos heroicos y tradiciones compartidos.
En resumen, el flujo y el reflujo de la devoción de los mismos connacionales entre sí, contrapuestos a otros adláteres de dentro y a opuestos de fuera del país imponen el libreto que hoy alienta la recomposición del campo de competencia y de batalla de los Estados nacionales entre sí.
Tal y como descubrió por experiencia propia Byung-Chul Han, de ambos lado del Rubicón de la civilidad los trastocados conceptos de las revoluciones estadounidense y francesa de hace algunos siglos no superan la prueba de la autoexplotación de sujetos -indistintamente- occidentales y orientales.
Se trata de ciudadanos cosificados por el cansancio de una sociedad donde la virtuosidad de los datos están enseñoreados por la autosuficiencia del dataísmo.
No faltan en ese contexto quienes auguran la inutilidad y superación definitiva, tanto de la condición humana, como del planeta tierra que no acaba de extinguir ese mismo ser humano que supuestamente está en vías de extinción.
Pero en lo que se verifican los presagios quedan los conflictos y las aparentes diferencias al interior de una misma civilización en la que -como afirmamos con anterioridad- predominan el sentimiento patrio análogo, las mismas ideas de dominio e iguales formas culturales de reproducción social.
La única diferencia esencial, fundamental es si las sostenemos nosotros o ellos.
Cierto una de las aristas más alarmantes y sensibles de esa realidad es la de los conflictos cuyas razones de ser, como evidencian las interrogantes en estos precisos momentos en que escribo en Ucrania, son compartidas por desconfianza de las partes, recíprocos intereses ocultos y estimulantes sentimientos patrióticos a la hora de ponernos en una trinchera al borde del abismo.
De modo que sí y por supuesto que hay y habrán conflictos que nos aproximan con sigilo a los idus de marzo. Esas pugnas naturales reconducen una y otra vez a los mismos humanos a su lado más primitivo y bárbaro. Dicho sea de paso y como quien no quiere las cosas, tanta barbarie viene azuzada y agravada por el mercado y sus omnipresentes monopolios y oligopolios atentos como los que más al mismo botín.
Por supuesto, queda por discernir en un próximo escrito ese botín que, al fin y al cabo, acerca y confunde a bárbaros y civilizados por igual.