Leyendo las páginas de la historia universal pareciera ser que la bisagra que da paso de una a otra civilización está aceitada con sangre. Son tantas las veces que la crueldad bárbara le vence la partida a cualquier materialización de alguna idea platónica que la sangre de la bisagra parece enturbiar la tinta de esas mismas páginas.
De ahí que, tomado de la mano de Agustín de Hipona en la Ciudad de Dios, concibo que cualquier recuento de nuestra historia universal termina al finalizar el último acto humano de sangre y crueldad mortal.
Con excepción de lo que Moya Pons denominó “la otra historia”, no hay narración histórica que no esté plagada de engaños, envidias, ambiciones, abusos y atropellos que llevan a ríos de venas abiertas y cuerpos inertes. Las formas de violencia y de injusticia son tantas como las del recelo, la desconfianza, el resquemor, el temor, los pleitos, las revueltas y -sobre todas las cosas- las guerras.
Desde la prehistoria misma las bandas de cazadores-recolectores anteriores a la primera civilización humana ya luchaban entre sí por el control de un terruño de tierra.
Es como si la esclavitud y la servidumbre de los que nacen para obedecer las órdenes de los hombres libres, según Aristóteles, fuera consubstancial al género humano desde tiempos de los descendientes del icónico Caín responsable -¿por envidia?- de la muerte de su hermano Abel.
En teoría, la esclavitud y variadas formas de servidumbre entran en escena cuando el resultado del trabajo de un hombre rinde más que el valor del producto necesario para sobrevivir.
Lo demás es historia. La esclavitud y la servidumbre acompañan al ser humano desde tiempos arcaicos, y aparecen sobre la palestra universal con la primera de las civilizaciones en la antigua Sumeria.
Ante esa dimensión sobresaliente de la realidad histórica, el renombrado darwinismo social transcurre de espalda a la gran transformación´ que requiere nuestra civilización. No solo la transformación del mercado discernido por Karl Polanyi, sino ante todo la promovida por los frailes dominicos en diciembre de 1511 a golpe de pura mandarria.
Desde aquel entonces, al vaivén de sus preguntas tercas y zahirientes la trans-formación provocada por un sermón alejado de cualquier narración complaciente hace las veces de línea divisoria: no de la valiente conquista de Pizarro, pero sí del porvenir de la condición y de la civilización humanas.
“¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? (…) ¿Estos, no son hombres?.”
Se necesitaron siglos para que surgiera una era de revoluciones de toda índole que respondiera que sí, que los otros también son humanos.
Fue en el siglo XVIII que la condición humana es paulatinamente reconocida en medio de las diferencias que la caracterizan y se le abre derecho de ciudadanía, primero en uno y posteriormente en otros estados políticos.
Esto así, dicho a vuelo de pluma, al menos a nivel de derecho e independientemente de raza, género, edad, religión, nacionalidad y demás calificativos cuantitativos a los que dan lugar la riqueza, la demografía o el poderío nacional de los más dispares regímenes políticos.
Sin la expansión del reconocimiento humano por doquiera, la omnipresente civilización contemporánea -visible y oculta como los lados de la luna en Oriente y en Occidente– no tiene más allá de sí ni posible futuro.
Pasaría a ser mera cuestión del pasado por algo así como lo sucedido a aquellos que, preocupados por sus actividades en el mercado, oyeron un día a un loco vociferar que “Dios ha muerto” y fueron incapaces de entender el significado del anuncio y ni siquiera ser capaces de reconocer que ellos eran los responsables del nuevo deicidio.
Así, pues, el principio y fundamento que justifica la razón de ser de una civilización en expansión -indistintamente de cuanto hace, tiene, acumula, puede y suman algunos de sus integrantes y familias a la riqueza adquirida de las naciones- es la que más realza al ser humano y a su medio ambiente como sostenibles.
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Compartir, convivir, coexistir, no es tarea que esté a tiro de imposiciones ni de bravuconerías, por conquistador y cruzado que uno se sienta y crea ser en pleno siglo XXI. Ahora bien, en la actualidad ninguno de los ya referidos dos talones de Aquiles de la civilización contemporánea permiten que nuestra civilización se encamine hacia algo más digno, menos excluyente e indiferente a la condición humana que ella alberga.
Ni en Occidente ni en Oriente, predomina tanta lozanía y renovada motivación. Ni siquiera en selectos países más representativos de dicha civilización surgen pruebas fehacientes de que por fin comienzan a rectificar el rumbo, esta vez no en la plaza pública o en el mercado, sino en la conciencia mundial de conformidad con lo iniciado en la primera década del siglo XVI o, de haber, en un mejor asidero.
No se trata ni se espera que quede atrás la por ahora indispensable concepción griega del Estado-nación; pero sí que sea superado el corrosivo nacionalismo bizco por medio del cual un nosotros´ esgrime a ultranza en contra de un «ellos», todos sus temores y resabios. Las evidencias de esto sobreabundan.
Con el respaldo del respectivo poderío de cada uno de ellos enfrentando al otro, rebrota en el reino de nuestro mundo la maledicencia del recelo y de la manipulación que retrotraen la civilización humana al borde de la barbarie que proyecta o ve en el ojo ajeno.
En conclusión, la cuestión de fondo no es si uno (en Occidente) u otro (en Oriente) se encamina a retener o a perder su soberanía temporal. Demasiado que se parecen y confunden. O ambos ganan o juntos pierden, según renieguen o no la razón de ser de la civilización humana que ellos confunden y dividen.
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El acto de civilizar a todos por igual -que todo lo explica y justifica- no puede ni debe reducirse a mantener al otro en el suelo, desconociendo lo que ahí hacen los émulos del dios Anteo cuando tocan la tierra de la derrota; o perpetuarse exhibiendo una corona ganada en buena lid debido a bayonetas de mayor alcance, aunque ignorando como le fuera advertido hace siglos a Napoleón que sobre ellas nadie duerme.
En ese contexto, por consiguiente, quién podrá decir si el germánico Herman Hesse, meditando el último día de su existencia – un 9 de agosto de 1962- en el destino de la civilización occidental más que en el término de su propia existencia, trató de arrancar la rama quebrada de un árbol como el que con ese gesto elimina una vetusta civilización de la historia universal y por eso escribió sus versos postreros:
Rota rama astillada,
que pende año tras año.
Seca cruje en el viento su canción,
sin hojas, sin corteza,
raída y mustia, para una larga vida,
para una larga muerte exhausta.
Dada esa posibilidad concluyo este ensayo equiparando la actualidad de nuestra civilización con la fragilidad de cualquier rama extenuada en el tronco de la humanidad.
Ella no es y tampoco será la última; pero no por eso deja de estar seca y moribunda mientras no la arranquemos. Y hay que arrancarla y abrirle espacio a nuevos retoños e incluso árboles y bosques de los que están por surgir, ser tenidos y reconocerse como iguales a los nuestros.
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Si las ramas de la civilización nacen de ese reconocimiento institucionalizado, entonces, cada ser humano y su generación responden libremente a un acto de amabilidad por la solidaridad de la humanidad consigo misma y con su entorno natural.
Ese acto de esforzada y sacrificada amabilidad debiera sernos fácil de retener y difícil de olvidar hic et nunc, pues es consubstancial a nuestra verdad y lugar de origen.
Al igual que primero resonó en suelo antillano el acto de civilizar por medio de una pregunta socrática como: “¿Estos, no son hombres?”, así mismo otro apóstol de tierra semejante -esta vez reunido con los suyos “en torno al tronco negro de los pinos caídos”- confirmó años más tarde el quid que explica el paso de una a otra civilización.
Aquel día decimonónico José Martí narró lleno de júbilo y de esperanza el surgimiento de una nueva era en la historia universal.
Esa que por fin arriba cuantas veces seres humanos libres y conscientes de sí como los que más reconocen que “¡eso somos nosotros: pinos nuevos!” pero esta vez de una nueva y mejor civilización que está por iniciar.