Un mar de contradicciones ha surgido a raíz de la divulgación del proyecto de resolución que contiene las garantías laborales que deben beneficiar a quienes se dedican al trabajo doméstico.
La propuesta, elaborada por el Ministerio de Trabajo, intenta colocar a esos empleados informales, casi en su totalidad mujeres, en una dimensión que los iguale al resto de la masa laboral.
El propósito no puede ser más sublime: hacer justicia, borrar años de negación de derechos a quienes no tienen más opción que dejar los suyos para cuidar de otros.
Podría decirse que más justo no puede ser el Estado dominicano que, casi con diez años de retraso, está a punto de implementar disposiciones acordadas con la Organización Internacional del Trabajo (OIT) para beneficio de las empleadas domésticas.
Pero la intención colinda con la hipocresía, porque precisamente a esas mujeres que se les pretende garantizar sus derechos laborales, como en efecto se merecen, son las mismas a las que se les niega el derecho a una educación de calidad, a una atención sanitaria humana y eficiente que evite sean parte de las estadísticas de mortalidad materna.
Son las mismas que viven hacinadas en los cordones de miseria urbanos que, por demás, son el espejismo de prosperidad que se construye desde las abandonadas zonas rurales.
Esas trabajadoras, fríamente identificadas en los informes sobre pobreza que abarrotan anaqueles de oficinas gubernamentales, lo que merecen es la oportunidad de educarse, de tener empleos dignos que les permitan salir de la vulnerabilidad, y no seguir siendo una etiqueta de los niveles más bajos de la pobreza.
Formalizar el trabajo doméstico suena humano y justo, presenta al Estado como un ente garantista, pero solo le lava la cara a la injusta desigualdad.
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