Érase una vez

Érase una vez

Eduardo Jorge Prats

Cuando niño, mi madre me contaba extraordinarias y divertidísimas historias sobre apariciones, ciguapas, bien-bienes, gavilleros, hijos malcriados con sus madres a quienes luego se le aparecían monstruos y habituales avistamientos de cientos de manatíes que tomaban el sol en las playas de Higüey más de medio siglo antes de ser ocupadas por turistas de medio mundo.

Es tarea harto difícil contar tales historias a niños y jóvenes tan entretenidos con sus móviles, tabletas y series de Netflix, que no tienen tiempo para escuchar cuentos que lucen aburridos en comparación con las increíbles aventuras de los superhéroes de Marvel. La dificultad se hace casi insalvable porque hoy los más jóvenes viven en sus tribus generacionales, aislados de los adultos, contrario a la época en que crecimos, compartiendo con nuestros padres, sus amigos, nuestros abuelos, primos y hermanos mayores.

Como bien explica Angélica Noboa, “a diferencia de nuestros padres y abuelos, mi generación ha sido tímida en tradición oral. Es una pena porque nuestro punto de vista de niños y adolescentes entre los años sesenta y ochenta está lleno de bagaje cultural, de detalles que no entran en las páginas de la historia formal, y pueden servir al pensamiento de nuestros hijos”.

Le puede interesar: Cómo ganar enemigos y liderar una nación

Al no contar nuestras historias renunciamos a una parte fundamental de nuestro ser. Ya lo ha dicho Salman Rushdie: “El hombre es el animal que narra, la única criatura en el mundo que se cuenta cuentos para comprender qué clase de criatura es”. Contando historias construimos mitologías y religiones, aprendimos a imaginar futuros colectivamente (Yuval Noah Harari), y, lo que es más importante, imaginamos y construimos socialmente comunidades que hoy se consideran naciones (Benedict Anderson). Somos, pues, querámoslo o no, “animales narradores”, “animales que contamos historias” y eso es lo que nos distingue de otros seres vivos (John D. Niles). “El ser humano necesita contarse historias para intentar ponerse de acuerdo con el mundo”. (Jonathan Gottschall).

Y es que “escuchando narraciones sobre madrastras malvadas, niños abandonados, reyes buenos pero mal aconsejados, lobas que amamantan gemelos, hijos menores que no reciben herencia y tienen que encontrar su propio camino en la vida e hijos primogénitos [?] que despilfarran su herencia en vidas licenciosas y marchan al destierro a vivir con los cerdos, los niños aprenden o no lo que son un niño y un padre, el tipo de personajes que pueden existir en el drama en el que han nacido y cuáles son los derroteros del mundo. Prívese a los niños de las narraciones y se les dejará sin guion, tartamudos angustiados en sus acciones y en sus palabras. No hay modo de entender ninguna sociedad, incluyendo la nuestra, que no pase por el cúmulo de narraciones que constituyen sus recursos dramáticos básicos” (Alasdair MacIntyre).

Walter Benjamin constató hace un siglo que “era raro encontrar a alguien capaz de narrar algo con probidad”, que habíamos perdido “la facultad de intercambiar experiencias”. Sin embargo, podemos recuperar la capacidad de contar pues los humanos no solo somos una especie “verbívora” (Steven Pinker) sino también “narratívora” (Eduardo Vara). No por azar los niños no se cansan de escuchar mil y una noches el mismo cuento. Recuperemos la capacidad de contar historias, retomar el momento sagrado de contactar el mito (Campbell, Eliade) y descubrir quienes somos en realidad.

Más leídas