Todos conocemos la fábula del escorpión que pidió a la rana que le ayudara a cruzar el río montado sobre ella. La rana temía que el escorpión le picara y la matara con su veneno. El escorpión la convenció de que no lo haría porque se ahogaría con ella si lo hiciese. Al final la rana transportó al escorpión y a mitad de camino este la picó con su aguijón. Mientras ambos se ahogaban la rana preguntó al escorpión: “¿Por qué lo has hecho si sabías que también vas a morir?” Y entonces, el escorpión la miró y le respondió: “Lo siento ranita. No lo pude evitar. Es mi propia naturaleza: no puedo dejar de ser quien soy”.
Esta historia viene a cuento ahora que los argentinos se enfrentan al mega decreto de necesidad y urgencia (DNU) del presidente Milei para reorganizar la economía de la gran nación americana. La realidad es que, como bien advertía en 2019 el profesor Alfonso Santiago, no obstante los recaudos constitucionales y que la -muy cambiante- jurisprudencia ha enfatizado -mal que bien- la exigencia de que haya “necesidad y urgencia” para dictar los DNU, esos criterios restrictivos no han bastado para parar la tendencia abusiva del Poder Ejecutivo de dictarlos porque: (i) sólo un pequeño porcentaje de ellos se ha judicializado, (ii) los efectos de la decisión judicial se limitan al caso concreto y (iii) hay escaso control congresual sobre estos.
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La reforma constitucional argentina de 1994 constitucionalizó el viejo uso de los DNU, para limitarlos y encuadrarlos jurídicamente. Pero el escorpión de los DNU terminó picando al cuerpo de un ordenamiento constitucional que, a pesar de ser un sistema presidencial, importó una fuente del derecho del sistema parlamentario, agravado todo por la ausencia de un Tribunal Constitucional con decisiones vinculantes para todos los poderes públicos y por la preeminencia de una decimonónica doctrina de las cuestiones políticas no justiciables importada de Estados Unidos, que ahora se pretende esgrimir para impedir que la judicatura controle los conceptos jurídicos indeterminados de la necesidad y de la urgencia.
Pero lo mismo pasa incluso ahora en España. Lo confiesa el profesor Ignacio González García a propósito de un reciente Real Decreto Ley del Gobierno de Pedro Sánchez: “Como bien es conocido, desde 1978 todos los Gobiernos han abusado del recurso a esta figura normativa, tanto si gozaban de una monolítica mayoría absoluta en el Parlamento como si el Ejecutivo se encontraba en franca minoría, necesitado de una multiplicidad de apoyos parlamentarios de diverso color y pelaje”.
Es cierto que una práctica política inconstitucional no hace Constitución normativa. Pero los juristas debemos ser lo suficientemente prácticos para reconocer que hay figuras e institutos que son bombas de tiempo que tarde o temprano estallan y corroen como cáncer el cuerpo constitucional.
El agua tibia se vomita: o tenemos Gobierno de leyes parlamentarias o nos conformamos con la legislación por decreto ejecutivo. Es decir, mientras más decretos leyes y legislación delegada tiene un sistema constitucional mucho más lejos nos encontramos del ideal republicano de un Gobierno de leyes aprobadas por la representación parlamentaria popular. Por más excepcionales que sean estas facultades legislativas del Ejecutivo, finalmente, en la práctica, lo excepcional se vuelve ordinario porque el incontrolado ejecutivo es el soberano que decide la excepción.