Que yo sepa, todavía no existe una máquina para medir la intensidad del dolor. Lo más cercano son los números del uno al diez, cuando acudes con una pena en alguna parte del cuerpo y el médico toca el lugar y pregunta: si le ponemos número dime cuál sería en la escala 1- 10 y le decimos 7, 8 y si es 10 el doctor reacciona y manda de inmediato a hacer lo necesario a fin ayudar al paciente.
Es lo único que conozco como medida del dolor físico. Si no existe un instrumento de medición, mucho menos lo habrá para calibrar lo que algunos definen como el dolor del alma, ese que de manera colectiva sentimos con la muerte de la jovencita Esmeralda Richiez, la noche del 13 de febrero en su nativa Higüey.
Cuando ocurren hechos como ese-hemos tenido varios en los últimos años-se produce una especie de dolor colectivo, porque han muerto personas muy jóvenes, en circunstancias muy difíciles de asimilar y entender.
En los salones de belleza el tema era común, las madres con adolescente de la misma edad de Esmeralda y abuelas con nietas contemporáneas no dejaban de referirse al asunto. Una manifestó mucho miedo con su hija de 16 años y lo que se le ocurrió fue buscar la forma de intervenir el teléfono para ver con quien habla, otra se declaró impotente, “es que mi hija no sale de la habitación y yo la dejo porque siempre está ahí”.
Puede leer: Si la comida está cara, nadie entenderá que bajó la inflación
El caso es que la tragedia que ha conmocionado a la sociedad pone en alerta a las madres. Intervine en el diálogo y se me ocurrió decir que ninguna de las medidas era correcta, que lo importante era una comunicación abierta con sus descendientes. El mundo está muy complicado y debemos ponernos de acuerdo con los límites, negociar con los hijos, no imponerle reglas, concertarlas.
Ahora, con el encierro y los teléfonos móviles en manos de todos, tenemos una competencia desleal, ellos están físicamente cerca de nosotros, pero lejos a la vez, mientras que sostienen relaciones muy cercanas con desconocidos para la mayoría de los padres.
Cuando me tocó criar a mis hijos era indispensable conocer a sus amigos, cosa muy difícil hoy día con el “encierro” y el reclamado derecho a la privacidad que exigen. El mundo ha cambiado mucho, aunque no la esencia del ser humano.
Los sentimientos como los miedos, la maldad, el egoísmo, la envidia y la codicia son parte inherente al ser.
No hay escuelas para padres, —debiera haber— pero existen los valores que heredamos de nuestros progenitores y por más abierta que sea la sociedad, si sembramos virtudes estas siempre se impondrán. El respeto a los mayores, a las reglas y normas, no perder la autoridad como padres es esencial y recordar que los menores siempre estarán bajo la tutela de sus ascendientes; no dejarlo a que sea la calle que los forme. Es una gran responsabilidad, el papel de la familia en la formación de jóvenes funcionales en todos los aspectos de la vida.
Una buena innovación sería la creación de una escuela para padres en la era de Chatgpt, Dall-e, Midjourney y todas las inteligencias artificiales que en los últimos tiempos han irrumpido en nuestras vidas.