Las justificaciones aplacan ardores y temores. Inquieta comprobar la repetición de clichés para evadir la realidad. Buscan y rebuscan cifras para demostrar que la inseguridad mutila, mata y asusta en otros lugares más que aquí. Mientras aparece la lámpara para alumbrar el camino, la negación, que parece burla, es la fórmula.
El recurrente comentario de hechos espantosos, de agravios cotidianos, el relato de la inseguridad en cualquier lugar del territorio, demuestra la normalización de una situación inaceptable que acorrala a la autoridad competente. La aceptación de la violencia es tan peligrosa como la violencia misma.
Mantener el orden público es asunto de estado, imprescindible para la convivencia y para garantizar los derechos de la ciudadanía. La salvaguarda de la seguridad no es atribución para diletantes, menos para agoreros que pretenden sustituir el corpus jurídico con sus ocurrencias. Es tarde para elucubraciones que pretendan detectar el origen de la delincuencia. Durante décadas se reescriben las investigaciones. Ongs, académicos, repiten la soflama y acotejan resultados y preocupación. Es un ritornelo infame, volver sobre lo mismo para no mencionar la agresión verbal, los iracundos y deslucidos sermones en los templos, el insulto como seña de identidad política.
El “Santo Domingo no problem”, la venta de la perenne alegría del pueblo hospitalario, ha impuesto el ocultamiento, para que perviva la fantasía.
Satisfacen los piropos desde afuera y sigue el fandango. La suerte ayuda y en ocasiones podemos presentar nuestra mejor cara, aunque trémulos, porque cualquier desliz puede echar por la borda la mentira del oasis. El entusiasmo se mantiene hasta que la puñalada daña la fiesta.
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Cuando hombres y mujeres de la región denuncian la violencia en sus países y conmovidos intentan que la proclama sirva de advertencia, la pasividad nuestra luce irresponsable. Como si la experiencia fuera extraña, el silencio evita que compartamos la desventura. Jamás confesamos que ya tenemos lugares tomados por el crimen.
Rolando Kattan, poeta hondureño, participó en la Semana Internacional de la poesía, organizada por la Fundación Espacios Culturales. El poeta describió en cada encuentro con el público, su exultante experiencia dominicana. Alabó el privilegio de divertirse sin temor a la embestida de las pandillas que irrumpen en cualquier espacio para imponer el terror, como ocurre en Honduras, uno de los países más violentos del planeta que compite esa dramática gloria con EL Salvador. Quiso que la denuncia del horror que atenaza su país fuera alarma. En su poema “Dress Code” cincela la indefensión, el miedo, mejor que cualquier informe con el detalle de cifras y sugerencias inútiles, redactado por la burocracia costosa y frívola que anida en organizaciones internacionales. Una de las estrofas dice: “Hay que llevar ventanas en el pecho para que pasen libres los disparos. Disfrazarse de puerta abierta o muro, guardarse el corazón en el bolsillo y despistar esa bala perdida…” Es intrascendente afirmar que estamos a tiempo para impedir que el crimen decida y gane. Procede, sin embargo, recordar que el disparo no distingue, mata. La bala perdida no pregunta por simpatías ni apuesta a primera vuelta ni a segunda.