Mi padre era médico y por varios años dirigió una clínica privada. Acostumbraba todas las tardes, puntualmente a las 6 pm, visitar cada una de las habitaciones ocupadas por pacientes, para ver como estaban, que necesitaban, responder cualquier pregunta de estos y sus familiares y atender sus quejas. Trabajaba corrido y en las noches, cuando cenábamos juntos, el único momento durante los días de trabajo que teníamos mi madre y mi hermana para poder compartir con él, nos contaba en ocasiones interesantes historias de pacientes que había encontrado en tal estado de gravedad que pensaba que al día siguiente no los encontraría vivos.
Le decía siempre a mi madre, muy fervorosa como mi padre, un profesional de profundo espíritu científico y que estudió disciplinadamente 3 horas diarias todas las noches hasta su muerte: “Carmencita, no lo vas a creer, pero el paciente al otro día estaba de lo más campante y comiendo con hambre atroz. Todos sus síntomas habían desaparecido. Fue indudablemente obra del Espíritu Santo. De eso, estoy muy seguro, porque todos los análisis indicaban su gravedad”.
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Esas historias paternas quedaron siempre en mi mente y corazón y, como cristiano católico, siempre he orado por familiares y amigos que atraviesan enfermedades para que Jesús pose su mano sanadora sobre ellos y le insufle ese aliento del Espíritu Santo del que me habló mi padre y que guía a unos médicos que, aún no lo sepan ni lo quieran admitir, se convierten en instrumentos de la voluntad de Dios. He sido testigo, además, de esos cotidianos milagros de sanaciones en seres muy queridos. Por eso no me canso de agradecer por esas obras prodigiosas que nos regala Dios a cada momento y de las cuales los creyentes debemos dar siempre testimonio.
Estos testimonios, en un mundo incrédulo y escéptico para los milagros divinos pero que paradójicamente es tan crédulo e ingenuo que tiene fe ciega en las más inverosímiles y estrambóticas teorías de la conspiración, son los que alimentan la fe de los creyentes en Dios, en su obra, en el perdón de los pecados y en la vida ultraterrena que nos espera tras el término de nuestra vida temporal.
Aunque hay muchas concepciones teológicas acerca del Espíritu Santo, creo en aquellas que postulan que este se identifica con Dios mismo y eterno, ya que Dios es Espíritu y es Santo. Comparto aquí la posición de Hans Küng para quien el Espíritu Santo está en nosotros mismos, como hijos de Dios. El Espíritu Santo no es más que “la fuerza y poder invisibles que proceden de Dios”, que nos llenan “por completo” y nos abren “los ojos” para que el “espíritu de Dios” se nos muestre, para que estemos plenamente “en su espíritu”.
Esta es una cuestión de fe y no de ciencia. Como afirma ese gran teólogo llamado Willie Colón: “Yo creo en muchas cosas que no he visto, y ustedes también, lo sé. No se puede negar la existencia de algo palpado por más etéreo que sea. No hace falta exhibir una prueba de decencia de aquello que es tan verdadero. El único gesto es creer o no. Algunas veces hasta creer llorando. Se trata de un tema incompleto porque le falta respuesta. Respuesta que alguno de ustedes, quizás, le pueda dar”.