Desde la década de los 90 del siglo pasado se viene hablando de “Estados fallidos”, para calificar a países como Haití, Somalia, Libia o Sudán, caracterizados porque sus Estados no pueden realizar sus funciones habituales (seguridad ciudadana, funcionamiento de los poderes públicos, suministro de los servicios públicos básicos, etc.) con normalidad, convirtiéndose así en refugio del crimen organizado, de la corrupción estructural y del terrorismo y representando un riesgo para la comunidad internacional.
La popular denominación crea la percepción de que las fallas ocurren cuando se produce un colapso total o cuasi total de las estructuras estatales y que no es, como en verdad ocurre, un proceso incremental que puede conducir, aunque no necesariamente, a lo que se llama Estado fallido.
Por eso, cuando preclaramente José Israel Cuello recordó que es cierto que hay Estados fallidos, pero que hay muchos más Estados “fallando”, puso el dedo sobre la llaga de la inadecuación del término para una realidad más compleja: la fragilidad estatal como proceso y cuestión de grados que nos llevan desde el “Estado fallando” al “Estado fallido” y de ahí, quizás, al “Estado canalla”, especie de outlaw, forajido o pirata internacional, que amenaza a los demás Estados, aunque existir un Estado canalla sin ser fallido, como sería el caso de Corea del Norte.
El inconveniente de hablar de Estados fallidos es que no admite zonas grises y términos medios que permitan encuadrar aquellos países cuyos Estados aún no colapsan pero que, sin embargo, son frágiles. Hoy se habla por eso de “Estados frágiles” y el Fund por Peace (FPP) elabora el Índice Anual de Estados Frágiles, siendo el índice de fragilidad en 2022 de República Dominicana el 110 en comparación con el 11 de Haití y el 179 de Finlandia, el Estado menos frágil del mundo.
Puede leer: Todo lo que necesito saber lo aprendí en la escuela
Pese a la proliferación de diversos índices de fragilidad estatal, no existe propiamente una ciencia del “state building” o de la [re]construcción estatal y, si existiera, de ella pudiera decirse lo que una vez dijo Churchill de Rusia: “Es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”.
Peor aún, se trata de una ciencia fallida pues, cuando se pone en práctica, fracasa, como evidencia el caso del presidente de Afganistán, Ashraf Ghani, autor de la obra Fixing Failed States: A Framework for Rebuilding a Fractured World. Hoy ese país, aún después de la intervención militar estadounidense y de cientos de miles de millones gastados, es un Estado más frágil que Haití, ocupando en el Índice de FPP el lugar No. 8. Con Ghani y su manifiesto fracaso como “teórico en jefe” de Afganistán nueva vez fue más que cierto que una cosa es con guitarra y otra con violín.
La fragilidad estatal como concepto y cuestión de grados, sin embargo, es útil en la medida en que llama la atención de las naciones y sus Gobiernos sobre la necesidad de que, aún en Estados no colapsados, se luche por el fortalecimiento y la eficacia del Estado para, como acertadamente sugiere José Ignacio Hernández, reducir así las fallas estatales, mejorar la capacidad de “cumplimiento efectivo de los cometidos estatales asociados a la transformación del orden socioeconómico” y disminuir la brecha entre el deber ser del Estado y el ser de la realidad.