Por Manuel Alcántara
A lo largo de la historia de la Humanidad un elemento constante ha sido el control del territorio por parte de un determinado grupo de individuos articulado según patrones de actuación muy diversos. En el relato más reciente y dominante asentado sobre el pensamiento de Maquiavelo y de Bodino, dos de los autores más clásicos en este ámbito, es esencial la figura del estado con el papel del ejército propio para delimitar las fronteras y para asumir el control de la violencia legítima, en los términos acuñados tres siglos más tarde por Weber. La consolidación del estado moderno se lleva a cabo bajo esa premisa a la que se unen, al menos, la capacidad de acuñar moneda y de cobrar impuestos, así como el reconocimiento por parte de otros entes similares. Sobre estos supuestos y a la par de la procelosa construcción-invención de la nación se gesta una forma política de indudable éxito hasta el presente.
Desde el inicio, la articulación entre los estados fue un asunto complejo que derivó con frecuencia en enfrentamientos bélicos a la par que se creaban mecanismos de convivencia que en algunos casos concluyeron en instancias de coordinación e incluso de cooperación. El comercio, el trasiego de personas e ideas constituyeron factores que impulsaron la evolución del orden político mundial casi nunca armonioso. La explosión demográfica y los procesos de urbanización, en consonancia con revoluciones significativas en el terreno del conocimiento, de la energía, de las comunicaciones y de la medicina, cambiaron dramáticamente la faz de la tierra a lo largo del último siglo.
Con sus peculiaridades nada de eso fue ajeno a los países de América Latina, pioneros en el mundo no solo en la configuración de sus estados sino también manteniendo una capacidad de resiliencia indudable. Así, por encima de cualquier otra consideración, es destacable su continuidad en el tiempo. Dos siglos después del comienzo de la andadura estatal las viejas cuestiones que estuvieron en los procesos fundacionales continúan vigentes.
Los países latinoamericanos en la actualidad se ven afectados por tres azotes peculiares con diferentes intensidades para cada caso que se vinculan con capacidades estatales deficitarias en clave de los principios generales señalados más arriba. Se trata, en primer lugar, de integrar una región con los índices de desigualdad más altos del planeta lo que evidencia un fracaso en las políticas de inclusión y de redistribución.
Los dos individuos latinoamericanos más ricos han aumentado su fortuna en un 70% desde el inicio de la pandemia y su riqueza es similar a la de la mitad más pobre de la región. En segundo término se encuentra el crimen organizado que provoca la peor percepción ciudadana de seguridad según el Informe Anual de Seguridad Global de Gallup. Por último, se registra la existencia de movimientos migratorios transnacionales, originados en la propia región, como consecuencia del fracaso de regímenes como el de Cuba o el de Venezuela que expulsan a millones de sus gentes al resto de la región en búsqueda de mejores condiciones de vida o suscitados por la atracción estadounidense.
Sin duda el epítome más significativo de todo ello lo constituye el caso de Haití que integra a los tres asuntos y, en segundo término, la región del Darién por su capacidad de asumir dos de los tres referidos azotes. Desde la independencia de Panamá de Colombia en 1903, ninguno de estos dos estados tomó posesión efectiva de una frontera perfectamente definida contribuyendo a un vacío estatal notorio sin puestos fronterizos que ampararan una vía de comunicación mínima.
Las razones esgrimidas a lo largo del tiempo en favor del mantenimiento de un cinturón sanitario que detuviera plagas (aftosa) o que generara un cinturón de seguridad en torno al canal de Panamá, tuvieron como contrapartida que, ante la ausencia del estado, grupos delictivos fueran allí soberanos para sus operaciones primero de contrabando y luego de santuario o de territorio de descanso de la insurgencia así como del narcotráfico. En la actualidad cientos de miles de emigrantes a pie cruzan esa frontera habiendo apenas generado una precaria respuesta de los estados afectados.
La ausencia de estado, o si se prefiere la precariedad en su capacidad a la hora de delimitar su territorio y de ejercer su soberanía de acuerdo con las obligaciones asumidas en tratados internacionales, es notoria. Hoy ese vacío en Europa, no sin críticas sonoras, empieza a ser cubierto por la creación de centros de deportación de inmigrantes en países terceros externalizando la gestión de la inmigración irregular.
En la peculiaridad latinoamericana se da alas para que las funciones no desempeñadas por los estados sean cubiertas por otros actores ya plenamente institucionalizados como lo reafirma el término mayoritariamente asumido de crimen organizado. La extensión de este en tiempos recientes a diferentes zonas de México y de Ecuador muestra las debilidades del estado incapaz de gestionar, no solo el monopolio de la violencia legítima, sino la libertad de mercado por el desarrollo de mafias que, mediante la extorsión, impiden su ejercicio. La respuesta salvadoreña equívocamente exitosa a cambio del quebranto del estado de derecho nunca puede ser tomada como la vía a seguir salvo que se asuma el fracaso del estado democrático.
El tercer agujero negro en el deteriorado desempeño de la actividad estatal se relaciona con su ineficiencia fiscal, cuyas consecuencias en las políticas enfocadas a disminuir la desigualdad tienen efectos devastadores. No solo se trata del incremento de la presión fiscal en cuanto al porcentaje que supone con relación al PIB y que puede ser siempre discutible, sino de aspectos que son soslayados con frecuencia.
La evasión fiscal en conjunción con la práctica habitual de la corrupción no se aborda y el desajuste en las prioridades de la agenda en las políticas públicas supone un incremento de la convicción de la gente de que los problemas de cada día no se confrontan. El resultado es el aumento de la desconfianza, de la pérdida de identidad política y de la opción por fórmulas no democráticas.
Como ya he señalado, el cansancio de las sociedades que viene también animado por el impacto de la revolución digital exponencial incrementa el nivel de fatiga de las democracias que se deterioran paulatinamente. El actual caso argentino es dramático. La pobreza crece afectando ya a más de la mitad de la población y la insensata opción en contra de políticas de bienestar con una reducción superior al 30% del presupuesto nacional de 2024 no avizoran nada positivo por el brutal incremento de la desigualdad que todo ello acarrea.