Los dominicanos nos hemos acostumbrado a vivir bajo estrés permanente; cuando no es económico, es social, medioambiental, moral, ético, político, electoral y hasta de convivencia. Es un estrés de ajuste, de readaptación, de circunstancialidad, y de sobrevivencia. A pesar de que el hombre logró la última evolución con el desarrollo del lóbulo frontal y la parte ejecutiva para gestionar, discriminar, reflexionar y aprender nuevas formas de vida; los dominicanos repetimos los mismos hechos, actuamos de la misma forma y nos comportamos como el hombre del siglo XIX.
El único ser social que puede superar sus propios miedos y limitaciones para preservar sus propios valores es el hombre.
Hace décadas que hablo de la patología social dominicana que se expresa a través de un comportamiento disfuncional, desconocedor de la ética, la moral y respetar las normas. Esa trasgresión y falta de consecuencia la hemos traducido a conducta de habilidades, destrezas, inteligencia, y saber buscársela en cualquier circunstancia.
A veces, hablamos mentiras, faltamos a los acuerdos, desconocemos las leyes y los derechos, irrespetamos a los demás; no creemos en la historia y mucho menos aprendemos de ella.
Es una cultura, unos hábitos y unos patrones de saltar y hacer lo que conviene, o responder sin resaca moral, sin miedo y sin el estrés psicosocial.
La vida del dominicano es estresante, emocionalmente agotadora, saturada mentalmente y de sufrimiento constante que lo enmascara en una cotidianidad de encuentros, creatividad, de búsqueda, de improvisación y aceptar el inmediatismo y la superficialidad como forma de vida.
De ahí que es fácil engañarlo, engatusarlo, entretenerlo, distraerlo, comprarlo, seducirlo, crearle estrés, y crearle el circo, dormirlo y enseñarle a pensar de forma poco crítica.
Estamos en siglo XXI y vivimos los estresores psicosociales de siglo XIX y XX: crisis de valores, debilidad y falta de credibilidad en las instituciones, desconfianza de los actores políticos, sociedad civil, profesionales, gremios etc. Por otro lado, vivimos el estrés por la inseguridad, los atracos, la violencia, los feminicidios, el desempleo, la mala calidad y calidez de los servicios, el caos del transporte, la inseguridad jurídica; y, ni hablar, del estrés y la inseguridad que representa no saber qué va a pasar cuando llegue la jubilación.
Hace apenas unas semanas escribía sobre “la ética del voto vs la moral del votante”; hablaba de una sociedad sin árbitros, sin sistema de consecuencia, en plena incapacidad de apelar a principios, valores y miedos a la historia, a sociedad a la familia y a los hijos.
Un país que vive bajo estrés permanente, las personas no duermen bien, se deprimen más, se angustian, aumenta el nerviosismo, el pánico, el miedo, los malestares gástricos, cefalea, mareos, hipertensión emocional, entre otros.
Podemos tener profesionales de siglo XXI, políticos, con mayor conocimiento, pero el pensamiento social y la conducta social es de siglo XIX.
El estrés postelectoral, lo que viene y lo que se olfatea en los próximos 6 meses seria estresante, traumático, desfavorable a la economía a las instituciones, a los jóvenes y a todos los que socializamos en un país que va hacia la anomia social.
Si los actores económicos, la sociedad civil, los rectores de las universidades, las iglesias, no se empoderan e imponen la transparencia, la credibilidad y las reglas claras, vamos a perder todo bajo el estrés crónico postelectoral.
Lo mejor es prevenir, sensibilizar y actuar con responsabilidad. El diagnostico electoral predice conflictos, confrontaciones y falta de madurez, prudencia y tacto en apostar a la democracia que hemos querido construir; evitemos el estrés y el estrés post electoral.
Se impone la reflexión, el comedimiento, pensar en el proyecto de nación y en el futuro de tantos niños y adolescentes dominicanos que merecen un país seguro, equitativo y estable.