No cabe duda de que los positivistas fueron los intelectuales que le dieron forma a la noción de literatura dominicana. Es indiscutible el trabajo de los Henríquez Ureña, desde la raíz de la estirpe: Nicolás Ureña de Mendoza, padre de Salomé, hasta don Federico Henríquez y Carvajal, con su revista La cuna de América.
Los primeros años del siglo XX muestran una gran actividad editorial en el país y una búsqueda de la literatura hispanoamericana en la que García Godoy y Pedro Henríquez Ureña comenzaron a reconfigurar su discurso. Pero no debemos olvidar que la valoración de las obras desde la lectura textual y el comparativismo tuvo publicistas tan dedicados e influyentes como José Ramón López, quien con sus colaboraciones desde Venezuela abrió un espacio para la comprensión de los otros, como lo hizo García Godoy con la literatura puertorriqueña e hispanoamericana de su época.
Las mujeres intelectuales como Mercedes Mota y Leonor Feltz mantenían una constante ciudad letrada en uno de los períodos de mayor lectura en nuestro país (Rodríguez Demorizi, 1963). Estas se ubican en Santo Domingo, Puerto Plata, La Vega y San Pedro de Macorís. Siendo estas las ciudades de mayor producción de obras simbólicas y de textos discursivos de este período. A la vez que se miraba a América se trabaja en la estética europea del momento.
Ya desde el siglo XIX, las expresiones literarias nuestras habían basado su escritura en las ideas del realismo, el naturalismo y el modernismo, que no solo ponían de manifiesto la obra de nuestros poetas, sino también en los textos de nuestros narradores. Póngase en el corpus las obras de Américo Lugo, Virginia Elena Ortea y las de Tulio María Cestero (La Sangre, 1913), y en la poesía a Pérez Alfonseca.
Nuestra poesía sintió muy temprano el ansia de novedad que trajeron Rubén Darío y sus seguidores. Cierto es que no hubo un cambio de inmediato, pero el modernismo se impuso en el país con sus dos variantes: la del esteticismo parnasiano y simbolista y la del mundonovismo, con su compromiso americano que dejaba atrás la noción de Torre de Marfil. En esta última tendencia hay que leer el libro de Federico Bermúdez, Los Humildes (1916).
Un estudio de las corrientes estéticas en nuestra literatura podría fácilmente demostrar que, a pesar de nuestro consabido aislamiento y atraso, no tuvimos lejos ni llegamos muy tarde a la hora de renovar las expresiones literarias. Dialogamos con América tal como lo hicimos con Europa. Más cerca, eso sí, de Francia que de España. Corría nuestra aventura espiritual cuando aparecieron en las capitales europeas las vanguardias literarias. Esta se encontró con una juventud crítica que no la aceptaría sin cuestionar su eurocentrismo (Avelino y Moreno, 1921).
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Ahora bien, muy pronto nuestros creadores pusieron los pies sobre la tierra. La modernidad de las vanguardias que implican una ruptura con la tradición podría dejarnos sin raíces en un momento en que la cultura occidental cuestionaba su pasado para defenderse de los retos que la estructura del capitalismo planteaba. Invadida como estaba la República Dominicana (1916-1924), no es coincidencia que nuestro gesto se convierta en dominicanista y latinoamericanista. Las corrientes del modernismo nos propusieron otra forma de ver a América y a Europa. En el Manifiesto Postumista se encuentran todas las contradicciones que sostuvimos con la novedad literaria, como también las hubo frente al modernismo en el círculo de Gastón Deligne.
Moreno Jimenes y Andrés Avelino cabalgaron pronto por las tierras de América. Antes que gente a la moda, fueron compromisarios, el primero con el espíritu universal del saber occidental y segundo, el impenitente viajero por una geografía nacional que era entonces el dolor de América. Con ellos estábamos a las puertas de un cambio en la estética, en la poética; en la manera de versar y representar la realidad. Montado en el ejemplo de Federico Bermúdez, llegó Pedro Mir a realizar una poética de lo social que lo impulsa a la valoración de los subalternos y de las mujeres. Una literatura que viene a representarnos en el continente.
El vanguardismo de nuestra poesía, más allá de las propuestas de Vigil Díaz, estuvo en el descubrimiento del negro en nuestra literatura. Con los “Poemas del canto trigueño” de Mir (1938), Trópico picapedrero (1940), de Manuel del Cabral y, más tarde, Yelidá (1943), de Hernández Franco, la literatura dominicana de los treinta se emparejó a la realizada en Puerto Rico por Luis Palés Matos; a la de Zacarías Tallet y el Nicolás Guillén, de Motivos de son (1930), en Cuba.
En las primeras décadas del siglo XX, la novela buscó como referente al Galdós de los Episodios Nacionales en la escritura de Federico García Godoy, quien dio a la estampas novelas de carácter histórico que buscaron problematizar un pasado que nos ayudará explicar el presente angustioso que el autor expone en El derrumbe (1916). Las novelas Rufinito, Alma Dominicana y Guanuma quedaron ahí como muestra de un trabajo consciente en la lengua que no se apartaba de un discurso que unía el hostosianismo al arielismo.
Ya en la década de 1930, nuestra novelística se empalma con otras que en América tratan el tema de la tierra: La Mañosa (1936), de Juan Bosch, Over (1939), de Marrero Aristy, El terrateniente (1970), de Manuel A. Amiama y Los enemigos de la tierra (1936), de Andrés Francisco Requena y Cañas y Bueyes de Francisco Moscoso Puello; todas ellas en el marco de novelas como Los de abajo (1910), de Mariano Azuela, Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, La llamarada (1930), de Enrique A. Laguerre, y Los gobernadores del rocío, de Jacques Roumain. Ellas muestran una literatura caribeña en la que participamos con cierta igualdad con otros países. Tal vez no haya que discutir que en este largo período La sangre de Cestero es nuestra segunda contribución a la literatura hispanoamericana y que La Mañosa y Over son aportes a las novelas caribeñas.
En la década del treinta, la profesora Abigaíl Mejía dejó el primer discurso histórico sobre la literatura dominicana. Mejía elabora una historia de la literatura dominicana como la exposición de un largo período que va desde los indígenas hasta sus días. Publicada en 1939, en ella profesora de Estética de Pedro Mir valora la escritura dominicana de su tiempo. Abigaíl Mejía declara el nacimiento de la crítica literaria dominicana con Rafael Deligne, Américo Lugo y Pedro Henríquez Ureña.
En la constitución de la noción de literatura nacional, los trabajos de Joaquín Balaguer (Historia de la literatura dominicana, 1954), y Max Henríquez Ureña (Panorama histórico de la literatura dominicana, 1945), vienen a seguir la obra de Abigaíl Mejía. Un relato histórico literario que muestra el movimiento de los impresos en nuestra cultura. Desde un positivismo literario se constituye un corpus de la literatura nacional, en él entra muy poco el análisis textual, más bien el comentario de las obras en el tiempo. Se pone en el centro el libro como objeto, como producción editorial y se maximiza la figura del autor, de tal suerte que pertenecer a la literatura nacional es parte de un procerato secular en el que participan los autores dominicanos que han hecho de la escritura una estrategia de inscripción social y política. Literatura que no siempre ha sido un medio de simbolización de los problemas nacionales. (continuará).